lunes, 18 de mayo de 2009

Benedetti y mi kitsch adolescencia‏ — Fernando Reyes

Esto que escribo lo escribo desde dentro, sin cuidarme de los tristes enemigos. Lo escribo con temblor en la sintaxis, con riesgo del exilio de las mesas exquisitas, con el ejemplo de mis maestros, vivos y muertos, los de carne y hueso y los de papel. Escribo con coraje (en todas sus acepciones) porque siempre caigo en los mismos agujeros negros que me provocan la indiferencia, la pose, la traición, el olvido, el valemadrismo, porque llego de Tijuana y de lo primero que me entero es de que Bededetti no pudo ganarle a la desnarigada.

Varias cosas se me agolpan. Quisiera hablar como el adolescente que siempre he sido. Quisiera hablarle a todas las novias que tuve en mis años mozos y decirles. “Hola, ¿te acuerdas de mí? Fui quien te dio un poema que te gustó mucho, sí aquel poema que hablaba del triste trabajo en la oficina, o ese otro donde te pedía que si te duermías sin sueño, si te quedabas en un rincón tranquilo entonces no te quedaras conmigo, o esa novela que te hizo llorar porque tú también estabas enamorada de alguien mayor que tú, o la obra que vimos juntos en la universidad con amigos teatristas que actuaron bien el dolor de un torturado, sí, ¿ya te acordaste?... qué para qué hablé, ah disculpa, sólo quería decirte que el que escribió esos textos, ya no va a escribirte ni uno más”. También quisiera escribir sobre los que nunca han leído a Mario porque está prohibido leerlo en la academia, en la -GIPA- Gran Institución de la Poesía Exquisita. Quisiera hablar de cuando vino el uruguayo a mi facultad letrosa y abarrotó como nadie –más que Cortázar, Paz y Saramago- aquel antro del saber. Nunca vi obreros y secretarias y adolescentes (todos eramos adolescentes) en aquel recinto. Para los académicos, los doctores y los letrados, los ilustres literatos, pasó desapercibido. Quizá ahora muerto, alguien ya se acepte que se hagan tesis sobre su obra.

No he leído nada de lo que han dicho los escritores, poetas, críticos, intelectuales, académicos, los todos ellos, no. Me lo imagino. Como si estuvieran con guantes desgagando una mandarina y con tapabocas comiendo los pocos gajos “rescatables”. Me imagino, precisamente desde Tijuana, lo que va a escribir aquel que “detesta más al pueblo que al estado”, si se metió con Eduardo Galeano, qué le puede esperar al de Uruguay; no sabe él y otro que no se trata de “un escritor o un libro”, sino de momentos históricos, de pedazos del quehacer humano y la cultura, de la voz de miles. Ay, me imagino tan predecibles a tantos y tantos, del sistema o fuera de él, “rescatando, y rescatando partes de su obra”.Me imagino los homenajitos de toda institución (ahora sí habrá partidas para publicidad, premios y reediciones). Prefiero imaginar a sus millones de lectores sacando su amarillento y polvoso libro. Me imagino contritos a Fidel y a Gabo, a Juan Gelman, a Tania Libertad. Mi pésame.

Con las vísceras en la mano afirmo que sólo hay dos clases de escritores, más allá de su ideología y su estética, de sus intereses y destinos, (éstos tienen que ver con mi clasificación): están los primeros, los que escriben para el premio, para la beca, el renombre, el prestigio, no les importa –me lo han dicho con o sin cervezas- les vale madre que los lea el pueblo, lo que quieren es ser legitimados por el sistema; por eso sus libros sólo llegan a manos de los consagrados. Sus libros pueden quedarse embodegados después de un premio, a esta clase de escritores no les importa. A los segundos, a la segunda clase de escritores, les importa que su obra sea leída, leen en todas partes donde se les invite. Ellos creen en la poesía como surgió antes de la imprenta, y hace mucho más, cuando se decían los poemas entre amigos, alrededor de la fogata, cantada y bailada, cuando se llevaba la palabra por todas partes, trovando. Esta clase de trovadores todavía existen, pocos pero existen, les gusta leer en plazas, escuelas y mercados. Ellos cantan sus poemas y los de otros que hablen sobre lo que la gente común siente, pero no sabía como expresarlo con palabras. Estos poetas saben que no van a cambiar el mundo pero están segurísimos que sí cambiarán por lo menos el sentir o el pensar de una de las 600000000 de personas en el mundo. Por eso llegaron a la poesía, porque oyeron a otro poeta de ésos, de los de mi segunda división. Les gusta la gente que no sabe de poesía, de esos despistados que caminan sin sentido y se quedan atrapados por el extrañamiento de unas palabras, una imagen que no saben por qué se apareció en su mente, un calambur o retruécano que les suena a bonita grosería o a cachondo albur. Así perciben a la poesía, así se acercan a ella, así la siguen luego por todas partes.



En estos recientes años he venido escribiendo mi experiencia con distintos escritores, mexicanos y extranjeros, vivos y muertos, canónicos y olvidados, jóvenes y viejos, del sistema y de la periferia, con la única coincidencia de haber estrechado su mano, compartido unas palabras, tomarnos unas copas, o engendrar una amistad de años. Hace unos meses escribí sobre este poeta que a mí, que no nací “rodeado de los volúmenes en piel de mi padre”, me dijo mucho. Claro que uno crece, claro que las lecturas cambian, las épocas, las estéticas; claro que las lecturas que en la prepa hacen apasionados los maestros se convierten en textos que hay que analizar varias veces para descubrir su polisemia. Sólo que hay autores que aunque se vayan se quedan un poco, algo así como cuando murió tu padre o madre, como cuando tu hijo se fue a estudiar lejos o cmo cuando se acabó todo con tu primer amor o primer matrimonio, quienes saben de esto entenderán la analogía. Sobre nuestro Bendetti adjunto un texto kitsch. Sólo me resta decir que existe una “Táctica y estrategia” en la poesía mexicana:

Mi táctica es publicar y recibir una buena reseña de un buen amigo, mi táctica es colarme y entrar al status de los letrados, recibir otro premio, tener un hueso, ser legitimado, encontrar un lugarcito en el gran diccionario de las Letras. Mi estrategia es en cambio más sencilla, es que algún día, no sé dónde y cuándo, no sé quién o quiénes, pero algún día, gusten mis palabras.


Documento adjunto:


Benedetti y la adolescencia kitsch que no es tan fácil de arrancar
Fernando Reyes

En Cuba suelen regalarse el mismo libro varias veces. Incluso con dedicatorias del autor, los libros andan de mano en mano. Como si tuvieran patas, de aquí para allá –metáfora caribeña de Fahrenheit 451-, los libros pelean contra el imperialismo, contra la austeridad, la falta de papel, pero no de letras. Los libros no bloquean el pensamiento, la sensibilidad e imaginación en Cuba. En vez de mezclilla, perfumes o aparatos, los escritores y los lectores cubanos piden libros a sus familiares o amigos que viven allende el mar. Ya se sabe que los cubanos sobreviven gracias a la FE (familiares en el extranjero).
Yo, para ilustrar lo dicho, tengo un libro de la excelente cuentista María Liliana Celorrio dedicado a un estudiante de literatura, quien a su vez se lo regaló a su novia y ésta, no sé por qué razones, lo hizo llegar a una librería de viejo, donde yo lo compré con pesos cubanos. En mi próxima visita a la isla pienso llevárselo para que me lo dedique y yo regalárselo a una alumna que le gustan este tipo de cuentos en los que el varón es ridiculizado por una voz narrativa femenina.
Esto viene a colación porque uno de los primeros libros autografiados de mi colección al ego, fue La muerte y otras sorpresas de Mario Benedetti. Sí, debo confesarlo. Antes de mi mayoría de edad –la electoral, ya que en mi edad literaria sigo siendo adolescente- me gustaba Benedetti, al menos ese volumen de cuentos, los cuales me parecían redondos, climáticos y sin esas huellas de lo kitsch que caracterizan al uruguayo. “Ambos somos feos” es un inicio que a cualquiera atrapa, sobre todo si nos sentimos identificados; aunque, dicho sea de repaso, en esa etapa de la pubescencia, cualquier imberbe leería: “Todos somos feos”. Cualquier púber cree, en su sentido inocuo de la inconformidad, que la muerte es una sorpresa más y se convence que “la muerte es una traición de Dios”. Cualquier adolescente busca una táctica y estrategia para enamorar a su chica. Antes de los 18, todos pensamos en independizarnos y trabajar en una oficina, de secretaria o de mandadero; por eso La tregua nos arranca las lágrimas. A esas edad nos lo jugamos todo, si nos desamamos no nos sentimos bien, a esas edad no nos dormimos sin sueño, no calculamos intereses, sabemos gritar rebeldía, no reservamos del mundo sólo un rincón tranquilo, a esa edad arriesgamos todo y no nos salvamos. No importa ninguna salvación, ninguna bendición, ninguna purificación.

En el Auditorio Che Guevara estreché la mano de Mario, el capitán. Captain, captain, decía Wihtman. Sácale el tuétano a la vida, decía Thoreau. Carpe Diem, coreaba la sociedad de poetas muertos, los adolescentes que abarrotaron el auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, donde Mario es tan vituperado por los académicos exquisitos, casi se colapsan unos, otros guardaron su indignación dentro de su portafolio junto con su Bloom y su Highet. Los adolescentes alzaban sin pena su Inventario, tomo I. Pedían oootro, oootro, oootro. Codo a codo pedían más que dos. Y el montevideano, cual rock star de la poesía naif, complacía con los versos que a él se le daban la gana. Hombre viejo que se siente joven. Hombre feliz que mira a los solitarios. Hombre solitario que se siente acompañado.
Después de las lecturas, todavía sacó energías para firmar libros. Yo iba preparado. Si no se me había ocurrido pedirle su autógrafo a Cortázar y a Rulfo, ya no se me escaparía nadie, pensaba en aquella mi segunda adolescencia, cuando todos creemos ser diferentes a los demás y nos juramos no cometer las mismas estupideces. Mientras los otros teenagers se peleaban por un autógrafo de la música pop o la farándula televisiva, yo buscaba la rúbrica de puño y letra, con pluma fuente, de uno u otro escritor, entre más conocido mejor. Somos adolescentes toda la vida, ahora lo descubro con mis hijos y alumnos. A los tres años, el bebé pasa a ser chamaco; a los siete, se convierten en niños con obligaciones; a los doce, el primer pelo y el primer olor desagradable; a los diez y siete, decidirse por una carrera; a los veintiuno, por un trabajo; a los veintiséis, por un futuro. Luego la crisis de los cuarenta, luego la de los cincuenta. Nuestra última adolescencia es prepararnos para la muerte y otras sorpresas. Ni muertos, acabamos de madurar.

Seremos los eternos adolescentes. Seguiremos queriendo destruir el mundo para crear uno nuevo, seguiremos sintiéndonos cucarachas en un cuerpo humano, padeceremos la confusión de los sentimientos y las tribulaciones de estudiante. Todos habremos querido hacer una carta al padre, nos habrá gustado escribir nuestro propio retrato de artista adolescente. Añoraremos nuestra primera desilusión, nuestro principio del placer, nuestras batallas desérticas por querer cambiar las cosas que nunca nos gustaron. Entonces, ya sin pudor, leeremos de nuevo un poema de Benedetti.


El que recomienda dice: DEP, Mario, Mario Benedetti.