lunes, 17 de noviembre de 2008

Novela y rebeldía — Albert Camus

Es posible separar la literatura de consentimiento que coincide, en líneas generales, con los siglos antiguos y los siglos clásicos, y la literatura de disidencia que empieza con los tiempos modernos. Se observará entonces la escasez de novela en la primera. Cuando existe, salvo raras excepciones, no concierne a la historia, sino a la fantasía (Teágenes y Cariclea o La Astrea). Son cuentos, no novelas. Con la segunda, por el contrario, se desarrolla realmente el género novelesco que no ha cesado de enriquecerse y extenderse hasta nuestros días, al mismo tiempo que el movimiento crítico y revolucionario. La novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebeldía y traduce, en el plano estético, la misma ambición.



«Historia ficticia, escrita en prosa», dice Littré de la novela. ¿No es más que esto? Un crítico católico1 ha escrito no obstante: «El arte, sea cual sea su objetivo, siempre hace una competencia culpable a Dios». Es más justo, en efecto, hablar de una competencia a Dios, a propósito de la novela, que de una competencia al Estado civil. Thibaudet expresaba una idea parecida cuando decía a propósito de Balzac: «La comedia humana es la Imitación de Dios Padre.» El esfuerzo de la gran literatura parece consistir en crear universos cerrados o tipos completos. Occidente, en sus grandes creaciones, no se limita a describir su vida cotidiana. Se propone sin descanso grandes imágenes que lo enardecen y se lanza tras ellas.



Al fin y al cabo, escribir o leer una novela son acciones insólitas. Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable, ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar, por el gusto del creador y del lector, fuese verdad, habría que preguntarse entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en historias fingidas. La crítica revolucionaria condena la novela pura como la evasión de una imaginación ociosa. La lengua común, a su vez, llama «novela» al relato engañoso del periodista torpe. Hace unos lustros, la costumbre quería asimismo, contra la verosimilitud, que las jóvenes fuesen «novelescas». Se daba a entender con ello que tales criaturas ideales no tenían en cuenta las realidades de la existencia. De manera general, siempre se ha considerado que lo novelesco se apartaba de la vida y que la embellecía al mismo tiempo que la traicionaba. La manera más simple y la más común de entender la expresión novelesco consiste, pues, en ver en ella un ejercicio de evasión. El sentido común se suma a la crítica revolucionaria.



Pero ¿de qué nos evadimos por medio de la novela? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante? La gente feliz lee también novelas y es constante que el extremo sufrimiento quite la afición a la lectura. Por otro lado, el universo novelesco tiene ciertamente menos peso y menor presencia que ese otro universo en que unos seres de carne y hueso nos asedian sin descanso. ¿Por qué misterio, sin embargo, Adolfo nos aparece como un personaje mucho más familiar que Benjamin Constant, el conde Mosca que nuestros moralistas profesionales? Balzac terminó un día una larga conversación sobre la política y la suerte del mundo diciendo: «Y ahora volvamos a las cosas serias», queriendo hablar de sus novelas. La gravedad indiscutible del mundo novelesco, nuestro empeño en tomar, en efecto, en serio los mitos incontables que nos brinda desde hace dos siglos el genio novelesco, el gusto por la evasión no basta para explicarlo. Ciertamente, la actividad novelesca supone una especie de rechazo de lo real. Pero este rechazo no es una simple huida. ¿Hay que ver en él el movimiento de retiro del alma noble que, según Hegel, se crea a sí misma, en su decepción, un mundo ficticio en que la moral reina sola? La novela edificante, sin embargo, queda asaz distante de la gran literatura; y la mejor novela rosa, Pablo y Virginia, obra propiamente penosa, no ofrece nada al consuelo.



La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más.



Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero que parecen evidentes al observador. Éste no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte. Deseamos que el amor dure y sabemos que no dura; aunque, por milagro, debiese durar toda una vida, sería aún inacabado. Quizás, en esta insaciable necesidad de durar, comprenderíamos mejor el sufrimiento terrestre si supiéramos que fuese eterno. Parece que a las grandes almas las asusta a veces menos el dolor que el hecho de que no dura. A falta de una felicidad infatigable, un largo sufrimiento crearía al menos un destino. Pero no, y nuestras peores torturas cesarán un día. Una mañana, después de tantas desesperaciones, un irreprimible deseo de vivir nos anunciará que todo ha terminado y que el sufrimiento ya no tiene más sentido que la felicidad.



El afán de posesión no es más que otra forma del deseo de durar; él es el que hace el delirio impotente del amor. Ningún ser, ni siquiera el más amado, y que mejor nos responda, está nunca en nuestra posesión. En la tierra cruel, donde los amantes mueren a veces separados, nacen siempre divididos, la posesión total de un ser, la comunión absoluta en el tiempo entero de la vida es una imposible exigencia. El afán de la posesión es hasta tal punto insaciable que puede sobrevivir al amor mismo. Amar, entonces, es esterilizar al amado. El vergonzoso sufrimiento del amante, en lo sucesivo solitario, no es tanto el no ser ya amado, cuanto el saber que el otro puede y debe amar aún. En el límite, todo hombre devorado por el deseo loco de durar y de poseer desea a los seres a los que ha amado la esterilidad o la muerte. Ésta es la verdadera rebeldía. Quienes no han exigido, un día al menos la virginidad absoluta de los seres y del mundo; quienes no han temblado de nostalgia y de impotencia ante su imposibilidad; quienes, entonces, vueltos a su nostalgia de absoluto, no son destruidos intentando amar a media altura, ésos no pueden comprender la realidad de la rebeldía y su furia de destrucción. Pero los seres se escapan siempre y nosotros les escapamos también: no tienen perfiles firmes. La vida desde este punto de vista no tiene estilo. No es más que un movimiento que corre en pos de su forma sin dar nunca con ella. El hombre, desgarrado así, busca en vano esa forma que le daría los límites entre los cuales sería rey. ¡Que una sola cosa viva tenga su forma en este mundo y éste estará reconciliado!



No hay ser por fin que, a partir de cierto nivel elemental de conciencia, no se agote buscando las fórmulas o las actitudes que darían a su existencia la unidad que le falta. Parecer o hacer, el dandi o el revolucionario exigen la unidad, para ser, y para ser en este mundo. Como en esas patéticas y miserables relaciones que se prolongan a veces largo tiempo porque uno de los miembros espera hallar la palabra, el gesto o la situación que harán de su aventura una historia concluida y formulada en el tono justo, cada uno se crea o se propone tener la palabra final. No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.



¿Qué es, en efecto, la novela sino este universo en que la acción halla su forma, en que las palabras del final son pronunciadas, los seres entregados a los seres, en que toda vida toma la faz del destino?2 El mundo novelesco no es más que la corrección de este mundo, según el deseo profundo del hombre. Pues se trata indudablemente del mismo mundo. El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión, Kirilov y Stavroguin, la señora Graslin, Julián Sorel o el príncipe de Cléves. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca.



Madame de La Fayette sacó La princesa de Cléves de la más estremecedora experiencia. Sin duda es la señora de Cléves, y sin embargo no lo es. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en que madame de La Fayette no entró en un convento y que nadie en su entorno murió de desesperación. No cabe duda de que conoció al menos los instantes desgarradores de aquel amor sin igual. Pero no tuvo punto final, le sobrevivió, lo prolongó cesando de vivirlo, y por último, nadie, ni ella misma, hubiera conocido su dibujo si no le hubiera dado la curva desnuda de un lenguaje impecable. Del mismo modo, no existe historia más novelesca y más bella que la de Sophie Tonska y Casimir en Las pléyades de Gobineau. Sophie, mujer sensible y bella, que hace entender la confesión de Stendhal, «no hay más que las mujeres de gran carácter que puedan hacerme feliz», obliga a Casimir a confesarle su amor. Acostumbrada a ser amada, se impacienta ante aquél, que la ve todos los días y que, a pesar de ello, no ha abandonado nunca una calma irritante. Casimir confiesa, en efecto, su amor, pero en el tono de una exposición jurídica. La ha estudiado, la conoce tanto como se conoce a sí mismo, está seguro de que este amor, sin el que no puede vivir, carece de futuro. Ha decidido, pues, declararle a la vez este amor y su inconsistencia, hacerle donación de su fortuna -Sophie es rica y este gesto es inconsecuente- a condición de que ella le pase una modestísima pensión que le permita trasladarse al suburbio de una ciudad elegida al azar (será Vilna), y esperar en ella la muerte, en la pobreza. Casimir reconoce, por lo demás, que la idea de recibir de Sophie lo que le será necesario para subsistir representa una concesión a la debilidad humana, la única que se permitirá, con, de tarde en tarde, el envío de una página en blanco metida en un sobre en el que escribirá el nombre de Sophie. Tras mostrarse indignada, luego turbada, luego melancólica, Sophie aceptará; todo se desarrollará tal como Casimir había previsto. Morirá en Vilna, de su pasión triste. Lo novelesco tiene así su lógica. Una bella historia no carece de esa continuidad imperturbable que no se da nunca en las situaciones vividas, pero que se encuentra en el proceso del sueño, a partir de la realidad. Si Gobineau hubiese ido a Vilna, se habría aburrido y habría regresado, o habría estado allí a su gusto. Pero Casimir no conoce las ganas de cambiar y las mañanas de cura. Va hasta el fin, como Heathcliff, que deseará ir más allá de la muerte para Regar hasta el infierno.



He aquí, pues, un mundo imaginario, pero creado por la corrección de éste, un mundo en que el dolor puede, si quiere, durar hasta la muerte, en que las pasiones no se distraen nunca, en que los seres se entregan a una idea fija y están siempre presentes los unos para con los otros. El hombre se da al fin a sí mismo la forma y el límite apaciguador que persigue en vano en su condición. La novela fabrica destinos a la medida. Así es como compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte. Un análisis detallado de las novelas más famosas mostraría, con perspectivas cada vez diferentes, que la esencia de la novela está en esa corrección perpetua, dirigida siempre en el mismo sentido, que el artista efectúa sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta corrección apunta primero a la unidad y traduce, con ello, una necesidad metafísica. La novela, a este nivel, es en primer lugar un ejercicio de la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o en rebeldía. Se podría estudiar esta búsqueda de la unidad en la novela francesa de análisis, y en Melville, Balzac, Dostoievski o Tolstoi. Pero una breve confrontación entre dos tentativas que se sitúan en los extremos opuestos del mundo novelesco, la creación proustiana y la novela norteamericana de estos últimos años, bastará para nuestra intención.



La novela norteamericana pretende hallar su unidad reduciendo al hombre, ya sea a lo elemental, ya a sus reacciones externas y a su comportamiento3. No elige un sentimiento o una pasión del que dará una imagen privilegiada, como en nuestras novelas clásicas. Rechaza el análisis, la búsqueda de un resorte psicológico fundamental que explicaría y resumiría la conducta de un personaje. Por eso, la unidad de dicha novela no es más que una unidad de enfoque. Su técnica consiste en describir a los hombres por fuera, en los más indiferentes de sus gestos, en reproducir sin comentarios los discursos hasta en sus repeticiones4, en hacer, por fin, como si los hombres se definiesen enteramente por sus automatismos cotidianos. A ese nivel maquinal, efectivamente, los hombre se parecen y así se explica ese curioso universo en que todos los personajes parecen intercambiables, hasta en sus particularidades físicas. Esta técnica es llamada realista tan sólo por un malentendido. Además de que el realismo en arte es, como veremos, una noción incomprensible, resulta muy evidente que este mundo novelesco no tiende a la reproducción pura y simple de la realidad, sino a su estilización más arbitraria. Nace de una mutilación, y de una mutilación voluntaria, llevada a cabo sobre lo real. La unidad así obtenida es una unidad degradada, una nivelación de los seres y del mundo. Parece que, para esos novelistas, sea la vida interior la que priva las acciones humanas de la unidad y que arrebata a los seres los unos a los otros. Tal sospecha es en parte legítima. Pero la rebeldía que se halla en la fuente de este arte, no puede encontrar su satisfacción sino fabricando la unidad a partir de esa realidad interior, y no negándola. Negarla totalmente es referirse a un hombre imaginario. La novela negra es también una novela rosa de la que tiene la vanidad formal. Edifica a su manera5. La vida de los cuerpos, reducida a sí misma, produce paradójicamente un universo abstracto y gratuito, constantemente negado a su vez por la realidad. Esa novela, purgada de vida interior, en que los hombres parecen observados detrás de un cristal, acaba lógicamente dándose, como tema único, al hombre presuntamente medio, escenificando lo patológico. Así se explica la cantidad considerable de «inocentes» utilizados en este universo. El inocente es el tema ideal de semejante empresa, ya que no es definido, y por entero, sino por su comportamiento. Es el símbolo de este mundo exasperante, en que unos autómatas desdichados viven en la más maquinal de las coherencias, y que los novelistas norteamericanos han elevado frente al mundo moderno como una protesta patética, pero estéril.



En cuanto a Proust, su esfuerzo ha consistido en crear a partir de la realidad, obstinadamente contemplada, un mundo cerrado, insustituible, que no le pertenecía más que a él y marcaba su victoria sobre la huida de las cosas y sobre la muerte. Pero sus medios son opuestos. Dependen ante todo de una elección concertada, una meticulosa colección de instantes privilegiados que el novelista escogerá en lo más secreto de su pasado. Inmensos espacios muertos son así expulsados de la vida porque no han dejado nada en el recuerdo. Si el mundo de la novela norteamericana es el de los hombres sin memoria, el mundo de Proust no es en sí mismo más que una memoria. Se trata tan sólo de la más difícil y la más exigente de las memorias, la que rechaza la dispersión del mundo tal cual es y que saca de un perfume recobrado el secreto de un nuevo y antiguo universo. Proust elige la vida interior y, en la vida interior, lo que es más interior que ella, contra lo que en lo real se olvida, es decir lo maquinal, el mundo ciego. Pero de este rechazo de lo real, no saca la negación de lo real. No comete el error, simétrico al de la novela norteamericana, de suprimir lo maquinal. Reúne, por el contrario, en una unidad superior, el recuerdo perdido y la sensación presente, el pie que se tuerce y los días felices de antaño.



Es difícil retornar a los lugares de la dicha y la juventud. Las muchachas en flor ríen y parlotean eternamente frente al mar, pero aquel que las contempla va perdiendo poco a poco el derecho a amarlas, igual que aquellas a las que amó pierden el poder de ser amadas. Esta melancolía es la de Proust. Ha sido bastante potente en él para hacer brotar un rechazo de todo el ser. Pero el amor a las caras y a la luz lo ataban al mismo tiempo a este mundo. No consintió que las vacaciones felices se perdieran para siempre. Se comprometió a recrearlas de nuevo y a mostrar, contra la muerte, que el pasado se encontraba al término del tiempo en un presente imperecedero, más verdadero y más rico aún que en el origen. El análisis psicológico de El tiempo perdido no es entonces más que un poderoso medio. La grandeza real de Proust es haber escrito El tiempo recobrado, que reúne un mundo dispersado y le da una significación al nivel mismo del desgarramiento. Su victoria difícil, en vísperas de su muerte, consiste en haber podido extraer de la huida incesante de las formas, por las vías solas del recuerdo y la inteligencia, los símbolos estremecedores de la unidad humana. El reto más seguro que una obra de esta índole pueda plantear a la creación es presentarse como un todo, un mundo cerrado y unificado. Esto define las obras sin correcciones.



Se ha podido decir que el mundo de Proust era un mundo sin dios. Si eso es verdad, no es porque en él no se hable nunca de Dios, sino porque este mundo tiene la ambición de ser una perfección cerrada y de dar a la eternidad el rostro del hombre. El tiempo recobrado, en su ambición al menos, es la eternidad sin dios. La obra de Proust, desde este punto de vista, aparece como una de las empresas más desmesuradas y más significativas del hombre contra su condición mortal. Ha demostrado que el arte novelesco rehace la creación misma, tal cual nos es impuesta y tal cual es rechazada. Bajo uno de sus aspectos al menos, este arte consiste en elegir a la criatura contra su creador. Pero, más profundamente aún, se alía con la belleza del mundo o de los seres contra las potencias de la muerte y del olvido. Así es como su rebeldía es creadora.



FIN

1. Stanislas Funet

2. Incluso si la novela no dice más que la nostalgia, la desesperación, lo inacabado, crea con todo la forma y la salvación. Nombrar la desesperación es superarla. La literatura desesperada es una contradicción en los términos.

3. Se trata naturalmente de la novela «dura», la de los años treinta y cuarenta, y no de la floración norteamericana del siglo XIX.

4. Hasta en Faulkner, gran escritor de esta generación, el monólogo interior no reproduce más que la corteza del pensamiento.

5. Bernardin de Saint-Pierre y el marqués de Sade, con indicios diferentes, son los creadores de la novela de propaganda.

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