lunes, 7 de julio de 2008

Carta a Eva

July 7, 2008
Por Arturo Valdez
tomado de elquintanarroense.com

De pronto aparece una carta. La extensa y corta carta de una mujer que sólo has visto una vez en tu vida, una noche de juerga, en un bar barato, en una ciudad laberíntica y neblinosa (como Xalapa); con los ojos rojos por la borrachera y cansado pero todavía con ganas de seguir chupando toda la noche, hasta que amanezca; y con suspenso, suspenso porque algo emocionante flota en el ambiente: la música, los tragos, el vértigo de compartir una ciudad desconocida, entre desconocidos y con esa mujer –la de la carta- desconocida, a quien miras como si se tratara de una mujer para siempre, o sea, alguien con quien te imaginas entrando y saliendo del cine y cogiendo sin aburrirte por muchos años e incluso te imaginas con ella caminando por la orilla de una carretera, pidiendo aventón, o la ves entrar y salir del cuarto, semidesnuda, buscando un arete porque están apunto de salir a un bar y a ella le gusta usar aretes largos y pesados; o la ves sentada en a la orilla de la ventana, forjando un toque y pensando en el sabor de la sandía. Y esa carta te penetra en un costado de algo que bien podría ser llamado voluntad o instinto, o quizá la morbosa experiencia que algún escritor mediocre busca para terminar su novela; una novela que, seguramente, terminaría en el aeropuerto, en la estación de autobuses o donde inicia la carretera, un día despejado, pero con frío, con un sol invernal y un horizonte que parece brumoso como los de Xalapa, pero se trata de Sudamérica y luego de un viaje nada espectacular salvo por algunas historias contadas por los personajes incidentales con los que se topa el viajero protagonista y –quizás- por aquella carta que le dio un giro a la historia, pero que de cualquier forma terminaría con ese tipo que ha dejado de creer en todo, en uno de esos lugares de partida, alejándose, con alguna experiencia indescifrable. A ese sujeto incluso su propio viaje le parece una burla y los libros como On the road o The catcher in the rye le parecen obras de poca altura y sin embargo de fantástica escritura épica sobre decadentes y valientes escritores o poetas que tienen miedo al vacío, y por eso consiguen fama, aunque finalmente fracasan en todos sus intentos netos, o sea, de la vida real, como le pasa a ese tipo, solo, en la estación de autobuses, esperando subirse a su camión para llegar a Montevideo y dos días después tomar su vuelo con destino a México, sin más, porque es así y no hay nada de extraordinario en la vida de los hombres, o por lo menos no en la suya, más que repetición y repetición: reciclaje o algo similar; y aburrimiento; pero quizá esa carta. Y piensa, mientras espera el llamado de abordar, en qué hubiera sido quedarse con la mujer que le escribió aquella carta o qué hubiera sido si aquella noche lejana, cuando se conocieron, hubiera tenido los güevos de confesarle que quería acostarse con ella para olerla y tocarla y sentir su carne y por la mañana compartir el frío veracruzano, un cigarrillo y el café, una mañana gris y fría y neblinosa, como en Xalapa o Montevideo, una mañana donde el silencio hubiera sido la única verdad entre sus cuerpos desnudos, recostados todavía bajo el calor de las cobijas; desnudos, y sus cuerpos confundidos una sola vez en la vida, lo necesario para escribir quizá un poema o no intentar si quiera coger la pluma. Pero tan sólo ha aparecido la carta en la pantalla de la computadora. Un correo electrónico escrito por una mujer que compartiría el vino y los cigarros. Una mujer que, además de indicar por dónde seguir el viaje, qué lugares conocer de Buenos Aires, qué barrios son los más perros, habla incluso de una amiga suya en Buenos Aires que sabe bailar tango y que podría enseñarle. Pero también en la carta, la mujer dice que ahora vive entre una ciudad y otra, porque su padre está enfermo, tiene cáncer y ella trata de estar el mayor tiempo que puede con él, “con la mejor buena onda para que el viejo no se sienta tan jodido”. Brilla la carta de entusiasmo, de esperanza, transmite una especie de fuego que dice que las cosas son posibles, que “el viaje nunca debe detenerse”. Esa carta que de pronto aparece, podría cambiar el rumbo de todo, “el mundo”, podría ser una señal de acabar e iniciar algo, podría tener interpretaciones fáciles o profundas. Pero a pesar de las indicaciones y los teléfonos anotados de los amigos de esa mujer que sólo has visto una vez en tu vida, hay algo, un fantasma que sabe que eso nada cambiará. Y uno quisiera ir hacia la mujer que escribió esas palabras, estando tan cerca, después de tantos meses, incluso años de correspondencia electrónica y ahora a tan pocos kilómetros; México y Argentina a miles de kilómetros y uno no viaja cada mes por Sudamérica. De pronto se recibe una carta que no es tan sólo una carta, aunque de golpe así parezca, ni tan sólo unas palabras de una vieja amiga a la cuál sólo se ha visto una sola vez en la vida; y, afortunada o desafortunadamente, no habrá más. Es quizá un manifiesto contra el tiempo y la distancia, contra la repudrida contemporalidad y su moral y contra todos los principios jodidos de una mecánica universal implicada en el azar y su causalidad –algo así-; un manifiesto contra el destino, una bomba (de tiempo) nuclear contra las leyes de la naturaleza de las que sólo algunas veces, las indispensables, logramos escapar; unas líneas muy simples contra cualquier dios.Lectura Pienso en el viejo Max Rojas. Trato imaginarlo aquí, por las calles de Rivera, en la frontera con Brasil. El turno del aullante, qué poema tan chingón. Vaya epígrafe de Lowry! y carajo, cómo inicia: A Valquiria: “Caidal mi pinche extrañación vino de golpe/ a balbucir sepa qué tantas pendejadas”. Carajo, qué arranque. Así, llamar a las cosas por su nombre, al fuego por el fuego. Recuerdo cuando conocí a Max Rojas y su silencio y el trueno de su voz y sus cigarros delicados, sin filtro. El fiel trago y su mirada. El viejo Max Rojas escribió en junio de 1971: “Es frío -me dije- lo de agonir que tanto escalda,/ pero el asunto es memoriar lo que en trocitos/ del almaje va quedando de esa mujer, y yo memorio/ de cuando me hoyancó, y luego hubo un desmadre tal/ que estropició la elevación de los San Ángel”. El tendría que leer acá, pienso. Su voz sonaría bien por acá. Y veo a Gustavo Alatorre (recuerdo cuando me mostró su libro Navajas) y a Max Rojas, el flaco, sentados en la barra de ese bar, hablando de la Facultad de Filosofía y Letras, burlándose de la academia; Alatorre y Rojas en un bar de Montevideo, luego de haber leído en la Ronda de Poetas, luego de tronar sus voces. Los imagino con sus libros. “Ya ni mi triste corazón me aguanta nada,/ y ya que en éstas del morir me esculco muerto,/ dada la extremaunción, el último traguito/ mi agujereaje y yo nos lo echaremos solos.” Cómo beberían y compartirían el pan y las palabras con los compas nacidos por acá. Sin embargo insisto que deben esclarecerse los asesinatos de las mujeres en Ciudad Juárez, respetarse los Acuerdos de San Andrés y preservarse las tradiciones mayas y la naturaleza de Quintana Roo.