domingo, 21 de diciembre de 2008

Debate entre setenteros — Heriberto Yépez

Tomado de Milenio: http://impreso.milenio.com/node/8511504

Heriberto Yépez, Rafael Lemus y Antonio Ortuño debatieron en un blog de Letras Libres. (Lo pueden encontrar aquí: http://www.letraslibres.com/blog/blogs/index.php?blog=5&page=1&paged=3 ) Lemus dice que la narrativa actual es tan mala que a los críticos ya no se les invita a los festivales. Ortuño respondió que la crítica de los setenteros es tan implacable como inepta.

(No olviden revisar la sección de comentarios de dicho blog: http://www.letraslibres.com/blog/blogs/index.php?title=implacables_pero_ineptos&more=1&c=1&tb=1&pb=1#comments .)


Esta generación no diferencia entre criticar y condenar. Supone que el crítico es un vocero que debe sentenciar a muerte o perdonar la vida. Diario Oficial del Whos’ Who Nacional.

Visión capitalista y cristiana de la literatura, su autoritarismo deriva de una obra propia que aún no termina de cobrar forma. La postura ya la tienen. Tradicionalista, respetable, polemizable. Pero postura sin obra se vuelve pose fija. Seamos pacientes: esperemos sus libros. Y si ellos son inteligentes, ignorarán nuestras expectativas.

Los setenteros ejercen la crítica como cat fight. Diminutear al otro, exigirle que haga lo que tú nunca, costumbres sobadísimas.

Sin teoría. Cuando uno la rehúsa: sano pragmatismo. Cuando toda una generación dice no necesitarla: huevonera generalizada.

No creen que la literatura avance. Son retro-posmos clavados con las críticas (europeas) al concepto (europeo) de Progreso (europeo). Son congruentes: hacen una literatura que, efectivamente, no avanza.

Una generación innovadora salta. La narrativa de esta generación no deriva de pasiones drásticas sino de literatura compatriota. Son intraliterarios.

En lo social, es gemela de sus coetáneos. Los escritores de esta camada piensan igual que el respectivo post-68chazo. Guangos y demasiado normalizados, más que una generación, una pausa. Disidentes de nada, no les queda otra que alardear su desgano.

¿Sabiduría? ¿Saber? ¿Cultos? Si se les aplicara una prueba nacional —como a los profesores o a los policías— la reprobarían.

No tienen obra: colaboran. El libro perdió importancia. Pero no por internet sino por las revistas. Los libros los compilan de ellas. Para que los reseñen en una revista. Y esas reseñan se vuelvan los libros del vecino crítico.

No narran: estilizan. Su narrar no urge. Su tinta no es adrenalina. “Escriben”.

No critican: opinan, juzgan. No son ensayistas. Su reseña es su forma de conciliar la moralina y el mercado dentro de una misma capitulación que se capitaliza.

Pero no se puede escribir todavía de esta generación. Apenas poseen dos o tres libros —cuando no ninguno— y todavía no maduran ni se han vuelto heterodoxos de su mundo. Los escritores solían enfrentarse a su sociedad a edad temprana. Quizá esta generación —a la que la rebeldía le pareció sobrante— practique lo inédito: una madurez insurgente o, al menos, una vejez combativa.

Pero lo dudo. Esta generación se quedará sin voz. Y, lo peor: no había razón. Escribían bien, demasiado bien, pero no se aventuraron a unir escritura y vida, cuerpo y literatura. Y ellos lo saben. ¿Y ellas? Serán la sorpresa.

heribertoyepez@gmail.com

domingo, 7 de diciembre de 2008

El acusado — Naguib Mahfuz

Texto tomado de ciudad seva
El acusado
[Cuento. Texto completo]
Naguib Mahfuz (premio Nobel de literatura)

Como iba solo en su cochecito, no tenía más aliciente que la velocidad; volaba -en dirección a Suez- sobre una cinta de asfalto ceñida por arenas. En el paisaje nada mitigaba el pálpito de soledad, ni había novedad alguna que le hiciese más llevadera su semanal ida y vuelta. Divisó a lo lejos un colosal vehículo de transporte. Le dio alcance y redujo la marcha de su Ramsés para continuar cerca y al ritmo del coloso. Era un camión cisterna del tamaño de una locomotora. Un ciclista iba agarrado a su borde trasero, y daba, de vez en cuando, una patada en la rueda, tan tranquilo. Cantaba. ¿De dónde vendría? ¿A dónde iría? ¿Habría podido hacer tanto camino de no hallar un vehículo que tirase de él? Sonrió admirado y le vio con simpatía. Dejaron atrás, a la derecha, unas lomas, y enseguida entraron en una zona verde, sembrada de maíz y rodeada de pastizales, donde pacían cabras. Redujo aún más la velocidad para gozar de aquel verde jugoso, y entonces un grito desgarró el silencio.
Con sobresalto volvió la cara hacia delante, a tiempo de ver cómo la rueda del camión, imperturbable, enganchaba a bicicleta y ciclista. Soltó un grito de horror y chilló para advertir al camionero. Detuvo luego su coche, a dos metros de la bicicleta, y se bajó sin pensar y sin que sus gritos hubiesen alcanzado al camión. Se acercó espantado al lugar del accidente y vio el cuerpo tendido sobre el costado izquierdo, con el brazo moreno apuntando hacia él; una mano pequeña, que asomaba por la camisa -polvorienta, lo mismo que la piel-, estaba cubierta de rasguños y heridas. De la cara no se le veía más que la mejilla derecha. Las piernas ceñían aún la bicicleta. El pantalón, gris, estaba desgarrado y salpicado de sangre. Las ruedas se habían roto, los radios estaban retorcidos y una guía del manillar desquiciada. Una respiración, fatigosa, forzada, inquieta, ocupaba el pecho de la víctima, que aparentaba unos veinte años o muy poco más. Se le contrajo la cara y los ojos se le fijaron en una expresión de pena y compasión, pero no supo qué hacer. En aquel descampado se sentía impotente. Descartó la idea que primero le vino a las mientes de llevarle a su coche. Y finalmente se libró de su confusión decidiendo tomar su automóvil y salir en pos del vehículo culpable. Quizá en el camino encontrase un puesto de vigilancia o de control y pudiese informar del accidente. Marchó hacia su coche y se disponía a subir cuando oyó unos gritos que decían:

-Quieto... no te muevas...

Se volvió y pudo ver a un grupo de labradores corriendo hacia él. Venían de los sembrados. Algunos llevaban garrotes, otros piedras. Contuvo el impulso de montarse -no fuera que la emprendieran a pedradas- y les esperó asustado por su crítica situación. Los rostros torvos, agresivos, le disiparon cualquier esperanza de entendimiento. Tendió la mano veloz a la guantera y sacó su pistola, apuntándoles y gritando con voz estremecida:

-¡Quietos!

Se dio cuenta, con fulgurante y agitada percepción, que aquella actitud había cerrado todavía más cualquier esperanza de comprensión futura, pero tampoco había tenido tiempo de obrar con reflexión. Cedieron en su carrera y, finalmente, se pararon del todo a unos diez metros, en los ojos una mirada torva y resentida. Ardía en sus fulgores la inesperada desventaja de encontrarse ante un arma. Los rostros tenían un aspecto oscuro, hosco, subrayado por los rayos del sol. Las manos crispadas en torno a los garrotes y las piedras, y los pies enormes, descalzos, clavados en el asfalto Uno dijo:

-¿Piensas matarnos como a él?

-Yo no lo he matado. Ni le he tocado siquiera, quien lo atropelló fue el camión cisterna.

-Fue tu coche... tú...

-No lo habéis visto...

-Todo...

-Me estáis impidiendo que alcance al culpable...

-Tú lo que quieres es huir...

Había aumentado la rabia. Había aumentado el miedo. La idea de poder verse obligado a disparar le producía angustias de muerte. Matar, que el homicidio le llevase a una pendiente. ¿Cómo borrar la pesadilla si no estaba durmiendo?

-De verdad que no he sido yo quien le ha atropellado. He visto perfectamente cómo el camión le aplastaba...

-Aquí no hay más culpable que tú...

-Habría que llegarse al Hospital más cercano...

-Intenta.

-Al puesto de Policía...

-Intenta.

-¿Es que vamos a esperar sentados hasta que la verdad resplandezca?

-Si no te escapas ya lo creo que resplandecerá.

-Válgame Dios, ¿por qué tanta tozudez?

-¿Por qué le has matado?

¡Qué tremendo problema; qué tremenda falsedad! Cuándo acabaría aquel infernal compás de espera. El sufrimiento sin paliativo, el miedo, las ideas frenéticas. ¿Por qué se detuvo? ¿Cómo demostrar la verdad? El mismo conductor del camión no se enteró de nada. Ni la menor esperanza que todo aquel maldito lío fuese una pesadilla.

Del caído llegó una queja, seguida de un ay gangoso y un largo gruñido. Después, otra vez silencio. Uno chilló:

-¡Dios tiene que castigarte!...

-Dios castigará al culpable...

-Tú has sido...

-¿Me habría parado de ser culpable?

-Creíste que no había nadie...

-Creí que podía ayudarle...

-Buena ayuda...

-Es inútil hablar con vosotros.

-Bien inútil.

Si les daba la espalda un solo instante, las piedras le aplastarían. No había más remedio que aguantar en el trance. Imposible perseguir al camionazo. Él, sólo él quedaba en prenda. Y si no mantuviese un resquicio de esperanza, aquello sería el horror de los horrores. ¿Cómo se van a establecer las responsabilidades? ¿O a determinar el castigo? ¿Podrá salvarse el pobre accidentado? Su mirada manifestaba espanto, las de ellos un rencor obstinado.

Dos vehículos aparecieron allá en el horizonte. Al verlos acercarse respiró aliviado. Una ambulancia y un coche patrulla se pararon en el lugar del accidente. Los camilleros marcharon hacia la bicicleta sin demora. Los del grupo les rodearon. Zafaron las piernas de la víctima delicadamente y le trasladaron al coche con sumo cuidado. Y sin esperar más se fueron por donde habían venido. La policía alejó a los del grupo y el inspector procedió a examinar el lugar sin decir palabra. Tras un lapso se volvió al hombre y preguntó:

-¿Fue usted?

Los labradores se encargaron de contestarle a gritos, pero el inspector ordenó silencio con un gesto de la mano, mientras le examinaba. Repuso:

-No. Yo iba detrás de un camión cisterna al que el ciclista se agarraba. Un grito me alarmó y cuando miré, le vi bajo la rueda.

Gritaron casi todos.

-Él le atropelló...

-No lo atropellé. Vi cómo pasaba...

Nuevo griterío. El inspector atronó:

-¡Orden!

Y le preguntó:

-¿Vio cómo se producía el accidente?...

-No. Cuando me volví al grito ya estaba la bicicleta debajo de la rueda.

-¿Cómo había ido a parar allí?

-No sé.

-¿Y luego qué hizo?

-Paré para ver cómo estaba y qué se podía hacer. Se me ocurrió salir detrás del camión pero entonces aparecieron éstos corriendo hacia mí, con garrotes y piedras, y no tuve más remedio que tenerles a raya con el arma.

-¿Tiene licencia?

-Sí, soy pagador en Suez y viajo mucho.

El inspector se volvió hacia los labradores y les preguntó:

-¿Por qué sospecháis de él?

Gritaron, quitándose la palabra de la boca:

-Porque vimos perfectamente lo que hizo y no le dejamos escapar...

El hombre dijo angustiado:

-Es mentira, no vieron nada.

El inspector ordenó a un agente quedarse vigilando y a otro avisar al fiscal mientras se trasladaba con todos a Jefatura, para escribir el atestado. Tanto Alí Musa como los labradores mantuvieron sus declaraciones. Alí empezaba a dudar de que la investigación fuese a poner en claro la verdad. De la víctima salió a luz el nombre: Ayyad al-Yaáfari, y que era vendedor ambulante, en tratos con casi todos aquellos labradores. Alí Musa preguntaba:

-¿Me habría parado si fuera culpable?

El inspector contestó fríamente:

-Atropellar a alguien y huir no son cosas que se sigan necesariamente.

Más espera. Los labradores en cuclillas. Alí Musa ocupó una silla con permiso del inspector. El tiempo transcurría lento, doloroso, espeso. Acabado el atestado, el inspector se desentendió de ellos. Nada de aquel asunto parecía ir con él y se puso a matar el rato leyendo la prensa. ¿Por qué tendrían los labradores aquel empeño en culparle? Lo peor es que mantenían su testimonio con la misma limpieza que si fueran sinceros. ¿Sería todo un espejismo? ¿Sería que, como suele suceder, uno habría lanzado aquella versión del accidente y los demás le seguían como ciegos?... Ay... la única esperanza es que no muera Ayyad al-Yaáfari. ¿Qué otro puede sacarle de aquella pesadilla con una simple palabra? Se dirigió al inspector, cortés y anhelante:

-¿Podríamos averiguar si hay esperanzas con el accidentado?

El inspector le miró hosco, pero se puso en comunicación con el Hospital por teléfono. Después de colgar, manifestó:

-Está en el quirófano, ha perdido mucha sangre... imposible hacer pronósticos...

Tras dudarlo unos momentos preguntó:

-¿Cuándo llegará el fiscal?

-Ya se enterará cuando llegue.

Dijo, como hablando para sí:

-¿Cómo puede uno verse envuelto en tales situaciones?

El inspector contestó, mientras retornaba al periódico:

-Usted sabrá.

Volvió a quedar horriblemente solo, y a examinar el lugar con enojo. Aquellos labradores estaban empeñados en condenarle, pero quizá lograra que la sentencia se volviera contra ellos. Y el inspector le considera, por rutina, culpable. Una ciega fuerza anónima quería destruirle inconscientemente. Tenía a sus espaldas muchas culpas, pero resultaba absurdo, a todas luces, ser atrapado en un embrollo. Suspiró quedamente:

-Ay, Señor.

Y casi todos le hicieron eco, por motivos diversos:

-Ay, Señor.

Fuera de sí, les chilló:

-No tenéis conciencia.

Y ellos chillaron también:

-Dios es testigo, canalla...

El inspector sacó la cara de entre las hojas del periódico y dijo malhumorado:

-Vale... vale... no tolero esto...

Alí dijo excitado:

-De no ser por esta infame mentira, a estas horas estaría en mi casa tranquilo...

Uno replicó:

-Si no fuese por tu descuido, el pobre Ayyad podría estar a estas horas tranquilamente en su casa...

El inspector les miró de un modo que les dejó sin habla. Reinó la calma, el dolor de la espera empeoró. El tiempo pasaba como si anduviese para atrás. Alí no pudo soportar más la tensión y se vio impulsado a recurrir otra vez al inspector, preguntándole en el colmo de la cortesía:

-Señor, no puede hacerse idea lo que siento causarle esta molestia, pero, ¿puedo saber cuándo vendrá el fiscal?

Le contestó sin dejar el periódico y de mal talante:

-¿Cree que su caso se da todos los días?

No recordaba un sufrimiento igual. Nunca había sentido tan negros barruntos de desastre. Aquella inexplicable malquerencia entre él y los labradores no tiene precedentes. ¿El vasto cielo, bajo el que el accidente se había producido, era también algo sin precedentes? Con el paso del tiempo, el horror y el agobio le habían dominado completamente. Sin reparar en consecuencias, exclamó:

-Señor inspector...

Le cortó como si le hubiese estado esperando:

-¿Se calla?

-Pero es que esta tortura...

-Molestias que han soportado todos cuantos han pasado por esta jefatura desde que se inauguró...

-¿No puede preguntar, al menos, por el herido?

-Me comunicarán cualquier novedad sin que lo pregunte...

Mi vida depende de la tuya, Ayyad. Las apariencias van a burlar la perspicacia del fiscal. ¿Me encarcelarán sin haber hecho nada? ¿Ha ocurrido algo igual jamás? ¡Qué bueno sería poder echarte la culpa encima!, y que te sonrieras con desdén y torpeza. Las lágrimas casi le brotaban y se echa a reír de una forma que a poco lo enajena. Por Dios, recuerda tus culpas y consuélate de este trance, aunque no haya relación alguna. ¿Quién dijo que el caos con el caos se combate?

Veo a esos labradores, a través de un prisma negro que muchas generaciones han tupido, pero, ¡yo no he colaborado en eso! ¿O lo he hecho sin saberlo? Es curioso, estoy pensando por primera vez en mi vida. Y pensaré más todavía cuando me metan entre cuatro paredes. Hoy he trabado conocimiento con cosas que me eran directamente desconocidas: la casualidad, el destino, la suerte, la intención y su resultado, el labrador, el inspector, el effendi, los monzones, el petróleo, los vehículos de transporte, la lectura de la prensa en jefatura, lo que recuerdo y lo que no recuerdo. Sobre todo esto, tengo que meditar más, en singular y en bloque. Hay que empezar a familiarizarse con entender todo, y dominarlo todo, hasta que no quede ninguna cosa sin registrar. Una convulsión no es en sí culpable, lo es la ignorancia. Tú lo único que tienes que hacer desde hoy, es someterte a los dictados del sistema solar y no al oscuro lenguaje de las estrellas. ¿Por qué temes al inspector que lee la página de esquelas y nadie le da el pésame? Y al llegar a este punto gritó desaforado:

-Todo tiene un límite.

El rostro del inspector asomó tras el periódico con expresión desaprobatoria. Entonces le dijo muy serio:

-Usted lee el periódico y no hace nada.

-¿Cómo se atreve?

-Ya ve...

-¡Es que no tiene miedo de...!

-No tengo miedo de nada...

-Le traicionan los nervios, pero tengo remedio para todo.

-¡Yo también tengo remedio para todo!

El inspector se puso de pie y dijo furioso:

-¡¿Usted?!

-Retrasa la presencia del fiscal, no respeta las leyes.

-Le llevo al calabozo.

-¿Es peor que este caos?

-¿Es que quiere recurrir al expediente de locura?

Alí se levantó desafiante, la mirada extraviada. El inspector llamó a los agentes. Entonces sonó el timbre del teléfono. El inspector descolgó y estuvo atento unos momentos. Colgó y miró a Alí con malicia y rencor, disimulando a la par una sonrisa; y le dijo:

-Ha muerto a consecuencia de las heridas. Alí Musa se demudó ligeramente. La mirada maliciosa chocó con otra de cólera ciega. Gritó con voz estremecida:

-La ley aún no ha dicho nada, esperaré...

viernes, 5 de diciembre de 2008

Carta a un viejo novelista — Heriberto Yépez

Tomado de http://www.revistareplicante.com/17/index.php?sk=art&nm=209


I. Novela y no literatura. Todos somos Carlos Fuentes


Estimado Carlos Fuentes,

No hablaré generacionalmente. Toda generación esclaviza. La inercia de esta generación, por ejemplo, obligaría a esa vasalla puntualidad: el “parricidio”. Y eso me parece un enredito típico de los literatos que gustan de perder el tiempo en bluff y daydream, y, claro, circo edípico. No creo que mi generación sea superior a ninguna otra. Al contrario, es una generación bastante pendeja, que no ha podido siquiera igualar a los escritores precedentes, en sí mismos encabronadamente auto-colonizados. Tampoco pretendo elogiarlo. Diré lo que pienso. No más. No menos.

Primero que todo, obviedad, usted construyó parte de la mejor literatura mexicana. Y sospecho que —y he aquí parte central de la presente carta tránsfuga— la novela mexicana contemporánea se trata de la fragmentación de las distintas novelísticas implícitas en su obra. Unos se quedaron con su afán polifónico-totalizador; otros con su afán minimal-estilístico. Y en el futuro otros se quedarán con su novela para lector común.

La literatura no es angelical; es consanguínea de las condiciones psicohistóricas de su época. Por ende, su forma literaria refluja la estructura del Partido Revolucionario Institucional. Y no sólo hablo del partido de Estado, sino también del modo de pensar que el PRI representa, en México y en cualquier región de la mente. No es casual que más de una vez usted haya apoyado al gobierno, como en ese bochornoso asunto de Echeverría. Menos penoso, sin embargo, que el TLC entre Octavio Paz y Carlos Salinas.

Muchas veces he pensado que cierto lenguaje suyo —sobre todo, en sus primeros libros— y el de Paz son increíblemente similares. Usted escribió las novelas que Paz nunca logró. (De un borrador de mala novela de tesis salió el Laberinto.) Su primera etapa narrativa, en definitiva, en el futuro se leerá a la par que la poesía de Paz. Y no me interesa quién copió a quién. Ese lenguaje estaba en el aire post-revolucionario. Por una parte, es reencauce del lenguaje popular elevado a rango estético, aprovechando su fuerza demosténica. Y, otra, y esto es más espinoso, ese lenguaje deriva de la demagogia del PRI. De su romanticismo machista del Pueblo y la Historia.

Usted y Paz, y sus “sucesores”, aplicaron el presidencialismo, el “Partido” único, en la literatura. Y eso sigue haciendo mucho daño. Mermó severamente el verdadero espíritu de la escritura: la disidencia desestructurante. Por desgracia, incluso, se puede prescindir de ustedes, y el PRI cultural continúa. Usted y Paz fungieron como caciques. Fueron protagonistas del modelo que aún hoy domina: la “República de las Letras”, la “Tradición Mexicana”, el escritor como caudillo que, en realidad, es terrateniente. Porfiriato y priato. Dictacalladita mexicana. El Partido de la Literatura Revolucionaria Integrada.

Una parte de su escritura, pues, depende del discurso nacionalista y los ideales del régimen. Hicieron del PRI, nuestra literatura más elegante. Fueron demasiado estetas. Demasiado literatos. Demasiado oficiales.

Afortunadamente, ese latifundio se está desmoronando. Y es que (qué risa) los herederos ni siquiera han tenido los huevos para mantener la hacienda bajo su mando.

Indudablemente sus novelas son una lección tremenda, bellísima, de estilos monumentales, técnicas de derroche, ambientes vocales. Enseñan a escribir. Creo que los narradores posteriores a usted, aprendieron justamente eso. Y sólo eso. Este es el tema de esta carta: las hipóstasis de “Carlos Fuentes”.

Rulfo estableció la idea (consciente e inconsciente) de que escribir novela en México significa depurar una narración formalmente perfecta. Pedroparamizar (ser perfecto o no ser) ya es uno de nuestros clichés.

Aura, por ejemplo, es entendida como una reiteración de ese ideal.

Aura es su mejor novela. Yo la tomo como parábola de la situación de la novela en general: esa vieja-joven que ha seducido al cuenta-historias, que lo mantiene consigo mediante el espejo de su dualidad. Y que, en verdad, el cuenta-historias debe abandonar, a pesar de su aura hipnótica. Aura es la novela moderna.

Y luego a ese modelo de novela fantasmal y perfecta, usted añadió el largo aliento: Terra nostra, que a pesar de que no busca ser perfecta de cualquier modo reitera esa regla (no escrita) de la novelística nacional: novelista, piensa, ante todo, en la Forma.

Y por Forma se quiere decir la Norma Estética occidental, sentenciosa, poética, irónica, intertextual, coronada en los siglos XIX y XX europeos. La saga del individuo caído. La crónica de su orfandad irreparable. Su ser, hablemos claro, su ser NeoCristo. Llorando aún la muerte de su Dios-Padre...

Y a esa noción todavía no se le reta. Ni en las universidades —donde usted es el patrón de oro— ni por los narradores posteriores (que sueñan, como el Crack & crew, ser el Next Boom, y que incluso han permitido que usted los apadrine). Leamos al grueso de los narradores mexicanos actuales, grandes y chicos: todos quieren ser perfectos. Al escribir novela, fundamentalmente piensan en que esté “bien escrita”. El decir (nihilista) bonito. La eugrafía.

La novela eugráfica domina. Y usted determinó sus dos rumbos. Por una parte, la novela breve, de estilo unitario, escrita con destreza léxico-métrica. No fue el único, por supuesto; ese pensamiento viene de Europa, y aquí de Torri a Arreola, fue establecido como Valor Máximo de toda prosa. (Esa prosa ballet que se repite se puede tratar de nada y ser oh, oh, oh “magnífica”.) Y los nacidos desde los cincuenta hasta los noventa siguen pensando en esa novela eugráfica y, cuando logran páginas de ese tipo, ¡se vienen!

Y el reseñista aplaude, como foca exquisita, esa novelística. Ya es hora de reventar esa premisa, ¿no cree usted? Demasiada finura no permite que la novela pierda su cáscara. Ha sido Bellatin quien ha hecho de esa estética del vacío, a la vez, su mejor ejemplar y su mejor parodia. Pero sigo pensando que narrar puede ir más allá. Y es que la novela es nuestra vida más intensa. No nuestro ingenio más depurado.

La palabrujería estorba en la novela. La novela poderosa no se hace a cuentagotas. Por eso Borges no pudo ser novelista, por Perfecto. Y por eso Sábato, mal escritor, supera al resto de la novela en Latinoamérica.

Y, por otro lado, la influencia de su obra, Sr. Fuentes, también se extiende hacia el otro extremo. La Novelota. El tabique barroco, esa Coatlicue que domina a nuestra mejor (y peor) literatura: gran-novelar es hacer un enorme mural. Como han hecho magnánimamente Fernando del Paso y Daniel Sada. Ambición que es secuela de Joyce, Dos Passos, Musil, Cortázar, la llamada “Novela Total”. Esa ambición de lo total, lo sabemos, domina a buena parte de la novela internacional (literaria) pero aquí ha sido usted quien la coronó y por su influencia ese proyecto novelístico sigue imperando, aunque sea como plan quinquenal inalcanzable.

La novela pantópica. Pantopía: aleph, vórtice, espacio gnóstico, panoptikon, la novela en que el Todo (pan) se enumera y colecciona en un solo lugar (topos). Y esa novela obesa, es cierto, es impresionante, culta o simpática, bonachona o sapo, museo de arte o catedral barroca.

Ambas formas son eugráficas y confinan la narración a lo tradicionalmente literario, a lo canónico. A la preeminencia del efecto estético. Cuyo efecto o causa resulta ser la formación de una retórica, en que la novela gira en torno a las técnicas de persuasión acerca de cómo ese relato se inscribe en la Historia de la Literatura y, por otro lugar, en la verosimilitud (el realismo respectivo, la hegemonía de lo Real-Escritural). Y he aquí el problema, mi estimado.

No lo olvidemos: la función honda de la novela es narrar desde lo no-literario: lo no incorporado al decir literario reinante. No digamos el “margen”, imagen aún centrípeta, sino lo exo-galáctico. Lo todavía no uni-versal. De donde la narración toma sus emociones heterogéneas, el más-allá de lo literario que caracteriza a los libros que nos queman las manos y nos dan esa extática sensación de que se ha producido un nuevo acercamiento a la vida. Y digo éxtasis pues lo que ahí sucede es que el texto se separó de su cuerpo, se separó del Libro y se acercó al nuestro, y el nuestro, a lo oculto. Joyce hizo novela “formalista” para abrir —y desliteraturizar— las posibilidades de la novela, mientras nosotros, en cambio, joyceamos para bien-cerrar (literariamente) la Novela.

La novela es la percepción de una realidad extra-lingüística. No el correcto (Bello) encierro de la experiencia individual en la Forma Reconocible. Narrar (o poetizar) es deshacer la literatura anterior al mostrar un nuevo aspecto de la experiencia exaltada, captando algo más del proceso que va de nuestra aparición hasta nuestra muerte. Eso es la novela: un experimento de bio-grafía radical. Mitad fisiología, mitad texto. Y no mero ejercicio de gimnasia rítmica o maratón olímpico. La novela verdadera es la autoconstrucción de un sujeto-no-sujeto. Y, por ende, novelar pensando en modelos literarios anteriores —la novela breve, “formalmente” perfecta, o la Novela Total, summa estatal, técnicamente apabullante— obtura lo más profundo: la creación de la intensidad desconocida.

La función de la novela es hacer que el escritor y el lector junte sus energías ordinariamente divididas para producir un big bang espiritual que se transforme en una modificación de su cosmos. Y creo que el Boom, al que usted pertenece supo esto, pero lo supo merced el modelo europeo y, cuando se separó de él, lo supo mediante el discurso nacionalista de la izquierda, que sigue siendo la misma, es decir, la izquierda del siglo XIX (importado). Y luego esa forma literaria que usted elevó estéticamente fue tomada por sus sucesores, pero sin las ideas políticas; fue tomada exclusivamente de modo literario y su índole estética (de por sí alto) terminó por hipertrofiarse, es decir, reducirse al absurdo. La novela hoy no parece recordar su función energética. Y lo mismo sucede, claro, en la poesía y el ensayo. Todo se ha vuelto estrictamente literario.

Hoy cuando alguien novela en este país lo que quiere es ser reconocido por la crítica —que hoy está simbolizada por revistas como Letras Libres, donde, por cierto, son los escritores “de relevo” (y nótese ahí la visión priista, el Dedazo aún imperante en la jerarquía petrificada de nuestra “Literatura”)— los que “juzgan”, como si la crítica fuera eso ¡Juicio! ¡“Memoria”! ¡No! La crítica es pensamiento: hechura de conceptos.Desgraciadamente los últimos cachorritos posrevolucionarios no se han enterado de que donde hay un juicio ahí mismo hay una percepción faltante. Así que cuando los reseñistas-modistos se limitan a decir “es buen libro” o “no me gustó”, “esto no es digno de ser recordado”, es porque no entienden ya nada, ya están cegados por las convenciones que otros hicieron “respetables”. Qué triste: son ellos, los más jóvenes, los que están hoy encargados que la eugrafía mexicana no sea Pasada Por Alto.

Nuestra novela, de seguir así, se volverá anoréxica. Y “hermosa”. Y “perfecta”. Por eso, por cierto, libros como Farabeuf hacen que se desmayen críticos, profesores, escritores y lectores obedientes de la Opinión Establecida. Lo siento, pero Farabeuf es Bataille sin verdadera crueldad (hambre terrible de acercarse a la verdad descarnada). Y si la novela no tiene hambre, si lo que tiene es hartazgo, cuerno de la abundancia de las formas aprendidas, novela no es. Y su obra, Sr. Fuentes, está justo en la línea de ambos abismos, y a veces su cuerda floja es fabulosa y, a veces, cuando sucumbe al bazar y pasarela de formas coleccionadas, infla la trampa-trampolín en que brinca cierto club saltimbanqui.

La novela no es parte de la literatura. Ahí, posteriormente, se le coloca, y eso es inevitable, como hoy colocamos los ídolos prehispánicos en museos de antropología. La novela no es arte. Novela es nierika. La novela es quincunce. Un proceso que describe la transformación drástica de un personaje. El viaje hacia otra existencia.

Cuando ese viaje se consigue, se produce la belleza. Y como nuestro mundo no conoce más belleza que la estética, desgraciadamente, el viaje de la novela es insertado en lo literario. Donde, en verdad, no pertenece. La novela clandestinamente forma parte de la historia de las técnicas extáticas. La novela es dionisíaca, para decirlo en un vocabulario que pueda identificar nuestra literatura, fundamentalmente, apolínea.

La novela tiene como función expandir la gama de la emoción, el pensamiento, la imaginación, el cuerpo y la experiencia. La novela es experimental porque nos hace experimentar más vida. No porque experimente con técnicas y palabritas. Y eso, Sr. Fuentes, todos nosotros lo fuimos trascordando. Y hablo de todo esto porque usted, a la vez, fue el primer novelista mexicano en entreverlo y el primero en olvidarlo.

Quien se percató del obstáculo que representa el fanatismo formalista fue, precisamente, el representante máximo de la medida, el soberano de nuestro perfeccionismo estético: José Gorostiza. Y por eso en uno de sus ensayos decía que en México hacía falta una literatura mediocre, toneladas de mala novela. Narrar tiene que alejarse de la eugrafía.

Usted ha sido nuestra mayor eugrafía novelística. Y también nuestro mejor mal-novelista, su tercera vena: Gringo viejo y algunos de sus cuentos (pienso en Vlad). Esa mala literatura, paradójicamente, me parece su mejor apuesta narrativa.

La novela mexicana, pues, ha sido retórica y lírica. Requiere ser parresiasta y visionaria. Decirlo todo no en pos de lo estético, sino de lo ético, inventar otro hombre y en su paso decir todo lo que sabe, decirlo sin tapujos, como un terapeuta sin pelos en la lengua.

Porque la novela, en general, eso es:

el paso del yo superficial
al
yo-dentro-del-misterio

el yo que cae
al embudo
y se
hace
otro

para expandirse
de nuevo
hacia
el
cono
ci
mi
en
to




Y para pasar de uno a otro es necesario romper la “personalidad”, la capa reconocible, la psicología establecida, el carácter (el dique) y los modales de redacción. ¡Y qué lejos está la narrativa nacional de esto! Nuestros narradores son fundamentalmente románticos o nihilistas. Y no tienen la más puta idea de lo bien que les haría hacer un viaje personal a lo más bajo y alto de sí mismos, en pos de la destrucción de su yo habitual. Sólo de ahí vendrá la otra novela, la gnovela.

Lo que necesitamos es un nuevo tipo de escritor. Un nuevo narrador. La novela nace del momento psíquico en que toda tu vida ha sido destruida. Por ti mismo. Y después de una larga fase de dolor, en donde intentas reconstruir tu existencia perdida, decides, mejor, inventar de cero otra vida. Y entre error, suerte, accidente y acierto, lo consigues. A eso llamo la novela. Entrar y salir del abismo. Y cierto amor y desamor por la cima.

Pero, debido a la estructura de psico-clase de la literatura mexicana, a nuestros narradores, sencillamente, no les ha dado el sol. No tienen nada qué narrar. No han hecho el viaje iniciático. Todo lo que pueden es describir su spleen, en el que el vuelo de una mosca les parece increíblemente audaz.

Y, por supuesto, no dirijo esta carta al Carlos Fuentes de carne y hueso, sino al fantasmal, al que fue institucionalizado —y que se parece y no al Carlos Fuentes que hizo un buen número de novelas—, el Carlos Fuentes que todos traemos dentro y que se ha vuelto un impedimento para llevar la novela más allá. Y también un muro para leer con ojos más hondos al Carlos Fuentes histórico.

¿Cómo hacer novela? Quitando a la literatura del centro y recolocando la existencia concreta. De esta lucha contra nosotros mismos, sacar las experiencias y las fuerzas que pulverizarán los residuos de la caja novelística ya conocida, yendo tras esa nueva existencia, yendo a la casa-caza de la voz-volcán, el grito-rito, la psique-pira, la música-mundo que permita que alguien, aunque sea uno solo de nosotros, antes de morir, narre qué se siente ESTAR VIVO, pero no de mentiritas, sino ESTAR VIVO DE VERDAD.

Cuando lleguemos ahí habremos llegado, por fin, a la novela, es decir, a la neo-vida.

En fin, el tiempo se acaba, le envío un saludos desde esta frontera MX-USA,

h.

II. La novela, el PRI y la historia


Estimado Carlos Fuentes,

Le contaré la historia de la carta precedente. En julio de 2008 recibí una carta de la revista Tierra Adentro invitándome a colaborar en el número de homenaje a su obra. Semanas atrás yo había hecho algunas breves declaraciones a propósito de su legado, que aparecieron publicadas en los diarios Reforma y El Universal, además de ocuparme de la similitud entre su prosa y la de Paz en una columna en el suplemento Laberinto, de Milenio. En los tres lugares dejé claro que junto a mi respeto por la calidad estética de su textualidad me parecía que su obra estaba ineludiblemente vinculada a elementos con los que yo estoy en desacuerdo —todo eso que expliqué brevemente al principio de mi carta anterior— y, pensé, si me invitan a colaborar en ese número es precisamente porque saben de mi postura crítica ante su obra y, me dije, quizá sea bueno elaborar un poco más lo que pienso sobre Fuentes, y por eso agradecí y acepté la invitación.

No soy ingenuo. Últimamente se está usando que las revistas y los programas gubernamentales como Tierra Adentro convoquen a jóvenes críticos a escribir “en homenaje” a autores cercanos a su generación, con el pretexto de aniversarios. Conocemos ya el resultado: pseudo-crítica. Ensayos en que un autor joven finge que le interesa la obra de un autor precedente con tal de que lo publiquen en un libro conmemorativo o una revista nacional: hacer currículum. Nunca he formado parte de pleitesía coral, pues además de constituir un sospechoso ejercicio de gerontofilia de grupo, pone en riesgo la salud crítica. ¿Para qué queremos libros de celebración a escritores? Si a un escritor le interesa un autor, pues que escriba el ensayo y luego busque dónde publicarlo. Si no lo ha escrito es porque en realidad ese autor no le interesa tanto. Mi generación y la anterior degeneran así al ensayo. No tienen intereses propios. Sólo tienen sugerencias ajenas. Por eso toda su prosa sabe a reseña para revista oficial: aplauso abstracto o condena visceral. La crítica se volvió una rama del credencialismo.

En este país, al parecer, la crítica emigró lejos de la prosa. Nadie dice lo que piensa realmente o se ejerce únicamente el oficio del resentimiento acumulado. Por ejemplo, en Letras Libres se aplaudiría una reseña contra algún libro suyo, pero no contra alguno que hubiese publicado Octavio Paz. En una revista del “bando contrario”ocurriría lo contrario, es decir, lo mismo. Francamente nunca he entendido ese vasallaje. Será que vivo lejos de todo ese mundillo literario, tan anacrónico y éticamente apestoso. Será, quizá también, que la corrupción de la policía, el gobierno y la ciudad fronteriza en su totalidad hace que la micro-corrupción de los círculos literarios de la Ciudad de México me dé mucha risa, por ridícula y mini-lamehuevos.

En fin, retomo el punto inicial: acepté la invitación y me propuse decir todo lo que pensaba sobre su obra. No ser grosero ni agachado. Ser sincero. Y quise jugar con un género que usted y yo conocemos —la carta que un viejo novelista o poeta dirige al joven que comienza— no sólo porque creo que es la obligación de los prosistas innovar, aun sea levemente, su género, buscar nuevas rutas sino, asimismo, porque quería jugar con esas “Cartas a un joven...” que me parecen típicas de la modernidad tardía y un tanto reiterativas de la estructura edípica, en que los jóvenes siguen los consejos de los mayores, algo que ya no debe seguir ocurriendo, porque los jóvenes y los viejos ya compartimos la misma basura mental. Ya estuvo bien del reciclaje.

Esos consejos tenían sentido cuando los ancianos eran sabios y su transmisión era una enseñanza que valía la pena conservar de una generación a otra. Pero es evidente que en nuestras últimas culturas esa iluminación no existe y lo único que puede trasmitirse son mentiras.

Por eso invertí el género y titulé mi texto, escrito a manera de epístola, “Carta a un viejo novelista”. Cuando la terminé envié el archivo electrónico en la fecha indicada. Dos o tres semanas después recibí noticias electrónicas y telefónicas de Tierra Adentro.

Estimado, la carta que le dirigí a usted no podía ser publicada.

Por motivos “institucionales” —esa fue la palabra que se me repitió— yo tenía las siguientes opciones: o autocensurarme (quitar todas las referencias incómodas) o darme por enterado de que mi texto no aparecería publicado (“lo sentimos mucho”).

Un caso más de amable censura mexicana.

Se me dijo que el “tono” no era el adecuado. Como puntualicé por teléfono, el “tono” al que hacían alusión eran las ideas, lo cual incluso fue admitido. ¡“El tono”!, ¿Cómo ve, Sr. Fuentes? En esos tiempo se le llama “tono” a decir lo que todos sabemos y lo que, como se me dijo directamente, más valía no decir públicamente. “No tiene caso”.

No era la primera vez que se me pedía algo semejante. Alguna vez un joven editor del FCE me invitó a presentar un proyecto de libro a esta editorial. Y al segundo e-mail me informó —como si me estuviera informando de la hora o la cantidad de dedos que poseía su mano— que los textos del libro podían decir cualquier cosa menos —leve detallito— criticar a Octavio Paz, “autor de la casa”. Por supuesto, nunca le envié nada. Ahora me da risa cuando lo veo firmar textos en revistas oficiales diciendo lo que se espera que diga un cachorro continuador de la crítica autoritaria mexicana.

En otra ocasión gané un premio de ensayo en la frontera, con jurado proveniente del centro del país, y aunque el triunfo me fue concedido por dos de los tres jurados y la convocatoria marca, como es habitual, “irrevocable” una decisión de este tipo, para mi desgracia la jurado en contra era la presidenta del Pen Club mexicano y amiga de un “poeta” y editor criticado en el libro y, por lo tanto, ella no descansó hasta hacer que el gobierno del estado y el Instituto de Cultura me quitaran el premio a través de un pretexto —el libro no era “inédito” ya que la cuarta parte de los textos incluidos había aparecido en revistas— y aunque la prensa denunció ese acto, confiaron en que el asunto quedara por siempre sepultado, como ocurrió. Y sanseacabó.

Disculpen, por cierto, que cometa la grosería de plantear la grosería que ustedes me hicieron para que se quedara en lo “privado”.

Así que no es la primera vez que me enfrento a este tipo de chingaderas, absolutamente comunes en “nuestra literatura”, ese eufemismo de nuestra corrupción en su versión estéticamente escrita.

¿Qué les molestó? Que mi texto fuera una carta, porque era “demasiado directa” —usted sabe, no hay que ser Igualado, hay que guardar distancias con los Patrones— y que, además, tratara el vínculo de lo literario con el “PRI y el gobierno”. Eso no era propio, se me dijo, de una “publicación institucional”.

Ah, caray, ¿acaso el PRI no está fuera del poder?, pensé.

Al parecer, no.

Qué tragicomedia esta vida nuestra: vivimos la dictadura de un partido que ni siquiera está en el poder. Así de jodidos estamos.

Los editores de la revista, se me aclaró, sugerían remover las partes de mi texto en que se trataban esos incómodos asuntos no “literarios”. Les pedí entonces que subrayaran todo lo “inapropiado”, lo confieso, para ver hasta dónde llegaban. Por supuesto, cuando se sentaron a sugerir lo censurable se dieron cuenta de que eran funcionarios de un régimen de otro siglo. Además, no pudieron subrayar nada porque hubieran tenido que subrayar casi todo.

Así, sin abierta censura suya ni autocensura mía calladita, el texto, se decidió, quedó fuera.

Era de una ironía tremenda esto que ocurría. Justo hablaba en mi carta del autoritarismo y del PRI mental y justo me lo aplican. Creo que se sintieron aludidos.

¿Qué le parece, Sr. Fuentes? ¿Cree que eso pueda llamarse espíritu crítico? ¿Así quiere que lo celebren? ¿Censurando? Lea la carta. A ver, dígame, ¿dije algo que no sea cierto? ¿Inventé algo? Acaso, sencillamente, dije lo que todos nosotros sabemos y que, es cierto, pocos literatos se han atrevido a decir públicamente. Usted es parte del régimen mental que nos dirige porque el autoritarismo es, sobre todo, un consenso mental, una fantasía que el miedo mantiene intacta.

Imagine cómo estamos de jodidos, Sr. Fuentes, que intelectuales-funcionarios quieran disfrazar su censura bajo el manto de que en mi carta anterior me salí de lo “literario”.

Bajo la definición del programa Tierra Adentro —la instancia de gobierno encargada de promover la literatura joven de todo el país, es decir, la hecha por miles de escritores y lectores debajo de los 35 años, según se estableció en los planes del PRI-PAN-PRD que nos gobierna— lo “literario” significa ocultar la realidad.

Al pedirme que quitara voluntariamente —qué cabrones— las partes de mi texto que no fueran “políticas” y dejar las “literarias”, están definiendo a lo “literario” como lo indiferente a la historia y a la vida en general.

Además de entreguista, esa división, como usted y yo sabemos, es imposible. Inclusive los teóricos occidentales agorafóbicos saben que todo texto es político.

Ahora bien, no soy ingenuo, sé que querían decir que autocensurara —ellos preferirían la expresión “rescribiera” o, mejor aún, “revisara”— mi texto para que sólo hablara de lo “literario”, es decir, de si pienso que Aura o La región más transparente está llena de hermosos adjetivos o “personajes memorables” o perorateara en materia de gustos librescos.

Maldita sea: vivimos en un país con al menos 40 millones de personas muriendo de hambre en este mismo momento, con un índice de impunidad de 98% según las propias cifras oficiales, ¡y estos cabrones hablando en nombre de lo “literario” para borrar incluso las referencias más nimias a la relación entre la obra de un escritor mexicano canónico y el régimen post-revolucionario!

La carta anterior no la iban a leer ni mil personas porque no son más de mil las que en este país de verdad saben leer y, sin embargo, decidieron que ni siquiera ese millar imaginario debía leerla, a riesgo de ofenderlo a usted o de perder su puesto, pues fueron estas dos cosas las que los hicieron decidir que no era “institucional” publicar el texto que ellos mismos me invitaron a escribir.

En definitiva, en nuestro país lo literario ha quedado definido como aquello que no concierne a la realidad, aquello que se contenta con ser publicado merced su absoluta falta de enlace con el presente o el pretérito inmediato. Le agradezco, sin embargo, la lección. Ahora más que nunca he comprendido qué es lo “literario”. El temor.

Y a qué se le llama “crítica”: a decir lo que piensas siempre y cuando lo que digas sea lo que ayude a conservar el puesto del Director.

A escribir y argumentar lo que sabes, siempre y cuando lo que sepas no rebase la ignorancia de tus posibles lectores oficiales.

¿Se imagina, Sr. Fuentes, qué sería de mí si hubiese aceptado autocensurarme con tal de recibir un pago y con tal de ser publicado? No hubiera podido verme a los ojos y tampoco ver a los de mi hijo. Sé ahora lo que sigue. Dirán que soy un oportunista, que me gusta la publicidad o, sencillamente, que es inexacto lo que digo. O silencio. Silencio hasta que pasemos a otro asuntito. Como le contaba, no es la primera vez que esto sucede. Vivimos en México. Un país donde nadie sabe qué es violar la libertad de expresión porque la libertad de expresión es otra más de las muertas de Juárez.

¿Qué quiere el programa Tierra Adentro? Lo que quiere, según informan sus acciones, es conseguir que la siguiente literatura mexicana sea tan sometida (o más) que la anterior. Una literatura que se limite a lo “literario”, es decir, que hable de palabras y libros flotando en el vacío de lo no-histórico. El criterio que me aplicaron, lo sé, es el criterio que está operando: pedir textos que se ocupen exclusivamente de lo “literario”, textos y escritores que no se salgan del redil gubernamental. Literatura comprada, perdón, literatura comparada, con parada de autobús directo a las prebendas aseguradas.

Por otra parte, no se escabulla, Sr. Fuentes. Usted y yo sabemos perfectamente qué esto es coherente con el legado que usted ha dejado. Le voy a decir directamente lo que aquí ocurrió. Me censuraron porque temen que usted se enoje. Y antes de que incluso exista la posibilidad de que usted se enoje y pida que sus cabezas caigan o les den unos coscorrones a los que hicieron posible el descuido de publicar una carta “grosera”, ellos mismos desvanecieron la posibilidad de su enojo.

Si yo fuera usted, ante sus ochenta años, haría un examen de conciencia y me preguntaría qué ha hecho para que sus súbditos supongan que usted es tan intolerante que no podría inclusive soportar un texto —demasiado respetuoso, demasiado amable, para serle franco— en donde se habla críticamente de su obra, ¿acaso no es usted un defensor de lo crítico? ¿O acaso su ego es tan grande, es decir, tan frágil, que no podría soportar la menor disonancia, la menor interferencia, en los aplausos, desmayos y gruppies de aniversario?

¿Sabe qué creo? Que la censura y toda forma de corrupción ética —y por ética entiendo la luz de la evolución de la conciencia, los métodos que nos permiten construir un hombre más completo, un hombre por fin verdadero— son lo de menos. Me gustaría decir que los funcionarios públicos que decidieron censurarme —de manera disfrazada, por supuesto, censurarme a la mexicana— son corruptos. Me gustaría decirles que fueran a chingar a su madre y asunto olvidado. Pero esta vez quiero ser más profundo. Mis profesiones —la filosofía, la psicoterapia, la enseñanza pública, el periodismo— me lo exigen. Tienen miedo. Como tienen miedo, no hacen lo que haría un funcionario responsable, un funcionario honesto.

Usted mismo probablemente también lo tiene y por eso ha hecho posible que los funcionarios públicos de la literatura que usted representa imaginen que a usted no puede “ofendérsele” de ningún modo en un órgano de gobierno.

Ojalá antes de morir pierda ese miedo, ese miedo que en todos los hombres toma el disfraz terrible del autoritarismo, la corrupción o la grandilocuencia, disfraces que por terribles que sean no es más que eso, disfraces, tan terribles que casi no se nota el miedo detrás.

Y hablo del miedo aquí, de nuevo, porque el miedo es la razón, asimismo, de que no exista gran novela mexicana. La novela es el registro simbólico de un intenso viaje psíquico. Solamente los hombres que han emprendido ese viaje o, al menos, una parte de sus fases profundas, pueden escribir novela auténtica. El resto se limita a repetir la retórica producida —como efecto— de ese viaje emprendido por otros. La novela, pues, sólo se produce cuando desaparece el pavor.

La escritura del miedo es fácilmente identificable. Está compuesta, mayormente, de respeto por las reglas retóricas que dominan a una época, clichés que circulan en la logorrea social, precauciones teoréticas que dominan en las clicas especializadas o por ironía ante la vida, enmascarada a través de personajes, episodios banales o fraseologías literarias. La escritura del miedo es lo que domina a la literaturas mexicanas, europeas y norteamericanas actuales.

El miedo se opone a la evolución de la conciencia. He ahí el vaivén que ha habitado históricamente la novela. La novela no ha sido un género perfecto. Lo repito: ha sido un vaivén entre el miedo y la expansión. No hay novela que no se trate de esta apuesta, y de cómo a veces se sucumbe en la aventura y a veces cómo se triunfa temporalmente para, de nuevo, emprender el viaje hacia lo desconocido, y ser triturado o transformado en el intento.

¿Y qué ha pasado en México? Que la novela ha sucumbido al miedo.

Tenemos, por ende, novela precavida. Novela puramente “literaria”.

¿Qué sucedió? El Partido Revolucionario Institucional.

Fundamentalmente un partido político mental, en que lo “revolucionario” (lo que provoca transformación) se volvió sinónimo de lo “institucional” (lo que impide la transformación). La literatura mexicana es, en general, una alquimia frustrada, una sínfisis que no fue alcanzada, un crack up —como le llamaba Fitzgerald— en que los dos contrarios que componen a la realidad permanecen escindidos, en una estasis lamentable, en que la metamorfosis no ocurre, debido al estancamiento de una dialéctica petrificada por voltear atrás.

Su propia obra, Sr. Fuentes, se trata del fracaso de la revolución mexicana. Por eso no entiendo que promueva al neo-porfiriato letrado.

Voy a ser un tanto más preciso.

El Partido Revolucionario Institucional se mantuvo en el poder porque, efectivamente, representó un nivel de conciencia del pseudo-individuo promedio en el país. Un individuo caracterizado porque en el nivel consciente reconoce qué sucede en la realidad —la pobreza, la corrupción, la falta de ética, la violación a las garantías individuales, el matriarcado, el patriarcado, el fraude electoral, el vergonzoso espectáculo televisivo, etcétera— pero carece de las fuerzas —cualitativas o cuantitativas— para salir de ese estado de empobrecimiento de la existencia.

Eso es lo que el PRI representa: la conciencia que no se atreve a decir su historia.

Entre otros muchos impedimentos, por eso no hay ya novela en México. En ese estado de conciencia generalizado no puede ocurrir la narración.

No tener capacidad de narrar significa no tener capacidad de leer qué sucede en nuestra realidad. No es azar que —según mediciones internacionales— más de la mitad de los estudiantes mexicanos universitarios no sean capaces de responder de qué se trata un texto ni tampoco sean capaces de detectar si posee inconsistencias.

La lectura mexicana y, repito, no me refiero a lo lectura literaria sino a la lectura como categoría analítico-existencial, ¡capacidad de auto-explicarnos qué pasa aquí!, quedó destruida por décadas de inconsistencias ocultadas, desinformación gubernamental, falta de dirección, extravío familiar, religioso, escolar, político y mediático y pérdida de sentido, en general, en la vida nacional.

No puede haber narrativa, por ejemplo, si no existe un sistema judicial confiable, en donde el crimen sea objeto de escrutinio y la nociones de investigación y responsabilidad tengan sentido. Si no hay novela en México es, entre otras razones, porque el sistema judicial de este país es un chiste. Ningún delito es resuelto y el ruido de los medios es parte del barullo que impide develar el secreto. Apenas pasa algo, ya sabemos, pronto también todo será distraído. Pasaremos a otro comercial, a otro partido de fútbol, a otra noticia u otra comedia, y nada, nunca, será resuelto, hasta que se asegure que en ningún nivel sea ya posible relatar lo sucedido.

Doy clases y he descubierto que los estudiantes definen la “historia” como la tergiversación del pasado. ¿No le parece increíblemente significativo? Automáticamente se define a la “historia” como “una serie de hechos que han sido manipulados” o cómo la imposibilidad misma de saber qué ocurrió realmente. Lo invito a que haga la prueba. Esto es lo que piensan las últimas generaciones cuando se les interroga qué significa lo histórico. Esa respuesta cada vez que la escucho, lo confieso, me deja frío. Esa respuesta, creo, lo dice todo, es decir, esa respuesta dice que aquí no ha sido dicho nada.

El PRI mental consiste justamente en dar por “entendido” todo. Y callar “lo que todos sabemos”. En ese régimen, por ejemplo, los funcionarios públicos fungen primordialmente como apagafuegos de posibles oposiciones al régimen.

Walter Benjamin hablaba de cómo el hombre europeo había regresado de la guerra mundial imposibilitado a narrar, es decir, volver lenguaje su experiencia. Como psicoterapeuta, por ejemplo, le diré que cuando un individuo ha caído presa del miedo se diluye su capacidad de narrar. Un hombre que cae presa del miedo —debido al castigo— se vuelve un ser minuciosamente adicto a la información proveída por otros y, a la vez, su ser murmura que hay algo que no puede ser narrado, algo que está y no está en todas partes, algo evidente que se ha vuelto invisible. El temor ya no puede contar.

Pero los que tienen miedo, si no saben bien lo que ocurre o no pueden relatarlo, al menos ven su propio miedo. En cambio, hay otros que ni siquiera pueden (desean) ver su temor y lo encubren. Muchos, por ejemplo, visten al miedo de humor, así lo anestesian, así lo inoculan. La ironía, sin embargo, tampoco puede narrar la enteridad de la nueva experiencia. La ironía habla el lenguaje de la vieja estructura, aquella de la que se burla. Logra insinuar lo falso de lo que dice. Sin embargo, literalmente continúa diciéndolo. La ironía todavía es presa. No puede, pues, renovar completamente a la narración humana, más allá de toda forma de miedo. La ironía se detiene en el momento justo en que comenzaría el castigo. La ironía obedece al pie de la letra.

La novela, en sí misma, siempre ha sido un riesgoso vaivén entre el nihilismo y el ascenso. Apestada históricamente de ironía, la novela sólo necesita un leve empujón para sucumbir enteramente a ella. No es casual que escritores que han padecido regímenes totalitarios —como Milan Kundera— identifiquen totalmente —de modo erróneo— a la novela con la ironía y pocas décadas después esta sinonimia —producto del desencanto histórico— conduzca a la narración entera a la quiebra.

En México fue la dictadura invisible del PRI la que fue socavando la facultad narrativa de la experiencia al hacer que se esparciera el miedo a confrontar la realidad.

Si no destruimos al PRI no podemos narrar. Destruir también la manera en que el PRI se volvió espiritual: nuestra literatura más elegante. Y es que el PRI —como lo hizo el American Dream, para los estadounidenses— impidió decir lo que verdaderamente ocurrió durante mucho tiempo.

En México todos sabíamos qué estaba pasando (la guerra sucia, los fraudes electorales, las torturas, la violación, el saqueo de la nación, la corrupción cotidiana, las mentiras de Zabludowsky y Televisa, la entrega a Estados Unidos, las mentiras de los libros de texto, etcétera) y, sin embargo, no podíamos hablar abiertamente de ello, no lo veíamos en ningún lado (ni impreso ni en la televisión ni en los libros ni en las bocas públicas) y, ¡lo que es peor!, no estábamos seguros —no sabíamos si era cierto o una paranoia nuestra— de qué nos pasaría si contábamos lo que vivíamos. En los setenta ye era obvio que la narración sería otro más de los desaparecidos; en los ochenta, la “Crisis” no sólo era económica sino expresiva —¿por qué no podemos decir lo que está pasando?— y en los noventa todo lo vivido se volvió un eufemismo (1994 fue orwelliano). Después de décadas de esa experiencia, la narración fue mermándose a todos los niveles, incluso la narración impresa y con ella la narración literaria.

No fue ningún problema “literario” lo que hizo que la narración en México cayera en un serio proceso de deterioro, de impedimento, de total extravío. Fue nuestra experiencia histórica, y fueron siete décadas de su reiteración diaria y, en realidad, más de siete décadas, ya que esta prohibición implícita de narrar lo que sucedía venía ya de tiempo atrás, pues en ese sentido el régimen Revolucionario Institucional prolongó al Porfiriato y a la colonia española e incluso la opresión prehispánica.

“¿Qué pasó?” ha sido siempre nuestro mayor enigma.

Dejaremos a los especialistas de cada área —los registros de narración pública, desde los testimonios orales hasta el periodismo y la Historia— que elaboren esta tesis, pero para nosotros debe quedar claro que la experiencia narrativa mexicana no puede ser comprendida en abstracción de la experiencia histórica y los regímenes gubernamentales que la oprimieron, creándose una atmósfera “indescriptible” en que las atrocidades, los atropellos y las vivencias de muchas capas de la población no sólo no eran motivo de discurso público —no eran aceptadas como sucesos reales o no eran dignas de ser registrados en memoria alguna, eran como si no existieran— sino que al irse deteriorando las estructuras psicosociales de la narración, todo lo que sucedía —que no era admitido, que no era claro, que no era del todo real— no podía inclusive ser auto-narrado. “Esto está ocurriendo” se afianzó durante este largo periodo como un principio que se escapaba de nuestras mentes, bocas y manos.

En México, por ejemplo, durante el régimen de la Revolución Institucionalizada todos creíamos saber qué ocurría —¡el PRI!— pero, a la vez, no sólo no podíamos decirlo —por temor a las represalias que, por otro lugar, no era del todo claro cuáles eran o si sólo eran represalias imaginarias— sino que (además) ¿ocurría? ¿De verdad hubo fraude? ¿Lo estamos imaginando? Una y otra vez fuimos descreyendo de que la realidad siguiese vigente. El PRI estableció una completa con-fusión entre verdad y ficción, entre engaño y relato, entre encubrimiento y confesión. Verdad y tortura se volvieron sinónimos.

Por ende, narrar se convirtió en una pirotecnia para decir y no-decir, para contar y no-contar, para aludir y, a la vez, eludir. Los escritores, en última instancia, eligieron fantasear mayormente mediante el arte de la ingeniosa verbalidad. U ocuparse de otras cosas, evadir esa realidad inenarrable, “experimentar” con lo “literario” para no tener que ocuparse de lo que no podrían ocuparse: la propia realidad mexicana. Esa experiencia que se escapaba de todas las conciencias, labios y redacciones, esa realidad que si se atrapaba se denunciaba como propaganda, retórica, demagogia, cantinflismo, eufemismo callejero, periodismo barato, porque todas esas categorías habían sustituido a la realidad y, por lo tanto, narrar y no-narrar se volvieron equivalentes y, a final de cuentas, qué mamada, qué chingadera, qué jodido, la neta, y la Neta, ya lo sabemos, no dice nada. Es la verdad del Vacío y el vacío de la Verdad.

La Neta —ya lo he explicado en otra parte— fue la careta que asumió esta imposibilidad de decir la verdad, esta imposibilidad de narrar, en la cultura popular, en la voz de los sin-voces, y esa neta, desgraciadamente, asumió el silenciamiento y no se volvió liberación, sino sarcasmo de lupanar, albur entre el Albañil y La Fichera, incapacidad de salir de los paradigmas de la narración machista y la despolitización humorizada. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

En lo que tocó a la cultura alta, la imposibilidad de narrar se volvió lejanía misma de la vida. Novelas atrapadas en su propio aparato retórico. Personajes que no eran más que auto-inundaciones de lenguaje literario. Podría dar ejemplos concretos, Sr. Fuentes, explicando cómo sus novelas y otras muchas novelas mexicanas registraron literariamente esta experiencia. Pero, francamente, no quiero ya seguir el juego. Quiero hablar de asuntos más importantes. Quiero que al final de esta carta escrita para nadie —porque como sabrá, al dirigirla retóricamente a “Carlos Fuentes” la estoy dirigiendo a todos los Carlos Fuentes mentales— quede claro que hay algo más importante que la “crítica literaria”, la crítica que se estableció en México a raíz de la Revolución Institucionalizada, pues la clave es que captemos que existe algo más allá del miedo y sus instituciones, una revolución interrumpida —y no me refiero solamente a la revolución política interrumpida en México— sino a una revolución total, una guerra sagrada, una lucha que no va a dar una generación contra otra, sino que será contra todas las generaciones contemporáneas, pretéritas y futuras inmediatas. Toda esa plaga educada simultáneamente por el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Republicano de Reagan, y luego por el PAN, el PRD, Televisa, TV Azteca, MTV, NBC, CNN, Juan Pablo II, Bush y los Estados Unidos del Internet. Todas esas formas de huir de la vida. Todos esos refugios del pavor y la mentira.

Espero, pues, que le agrade el dossier que Tierra Adentro le está preparando. Estoy seguro de que cuando lo tenga en la mano y lo hojee, antes de colocarlo en el desván de los elogios archivados, se detendrá a pensar —sabemos que es una persona sumamente inteligente— y quizá se preguntará qué fue lo que hizo para fomentar no sólo escritura estilizada —todos nosotros se lo agradecemos profundamente— sino también para fomentar tanto sometimiento hacia su persona, hasta el grado de que funcionarios públicos dominados por el miedo disfrazado de precaución excesiva, falta de ética y censura a la libertad de expresión, impiden que la crítica llegue a las instituciones y promueva que la crítica sea igual al servilismo, a la votación de gustos o al solapamiento, a una prosa pública en que la única diferencia que se pueda expresar con usted sean diferencias “literarias”.

Antes de terminar esta carta y despedirnos para siempre, me gustaría recordarle que un verdadero señor no se rodea de lacayos. Si es preciso, un señor verdadero se queda solo antes que verse obligado a los besamanos y los enanos. No lo olvide, Sr. Fuentes, el señor lo es únicamente porque lo hace todo, no requiere esclavos, así que le recomiendo que antes de morir desenvaine su espada y aniquile a todos sus criados.

Y si alguien se siente aludido u ofendido es porque su conciencia se ha vuelto ofensiva contra sí misma y no se ha dado cuenta de que sólo hay un esclavo: el esclavo de sus propios pavores. Cuando no sabemos esto, entonces tememos la reacción de aparentes amos externos y cuando alguien habla de enanos creemos que se refieren a nosotros. Siento, sin embargo, recordarles que los enanos son el patético cortejo de todos nuestros temores. No me dan miedo los censores. Me dan pena. Tienen miedo. Se imaginan a sí mismos como niños. Para ellos no ha pasado la Conquista. Siguen Agachados.

Suerte en esta vida y la otra, suerte en todas las vidas que a todos nos esperan. ®

La comedia mexicana de Carlos Fuentes — Enrique Krauze

Texto tomado de Vuelta 139 27 Junio de 1988


E N R I Q U E K R A U Z E
LA COMEDIA MEXICANA
DE CARLOS FUENTES



“He speaks al1 his words distinctly, half as loud
again as the other. Anybcdy can see he is an actor.”
Henry Fielding.

M1 DESENCUENTRO DE LECTOR Con
Carlos Fuentes ocurrió en 1971. Aunque
en los años sesenta había admirado
sus cuentos y novelas, luego de los asesinatos
masivos de Tlatelolco y el Jueves de Corpus
la fe estatista de Tiempo mexicano comenzó a desconcertarme.
No entendía el mal uso que hacía Fuentes
de la historia, sus trampas verbales, la prisa e imprecisión
de sus juicios ni la facilidad y autocomplacencia
de sus indignaciones. No entendía su modo de
abordar la realidad ni justificaba, en suma, su actitud
intelectual.
Mi generación intentaba un nuevo examen de la
realidad mexicana. Porque la historia había conducido
a la muerte, la verdad histórica se volvió para nosotros
cuestión de vida o muerte. Por aquellos días
Fuentes escribió una frase significativa: “La literatura
dice lo que la historia encubre, olvida o mutila”. La
relectura de su obra empezaba a convencernos, en su
caso, de lo contrario. En un poema de Paz o un cuento
de Rulfo la obra partía de la vida mexicana, participaba
de ella. Algo similar ocurría con los artistas capaces
de captar una realidad radicalmente ajena: los letreros
de las cantinas de Lowry, las oscuras mujeres
bajando por los empedrados en Viva Zapata, la crueldad
festiva e inocente de Los olvidados o el día de mercado
en Mornings in Mexico de Lawrence. Los mexicanos
hacían encarnar a la realidad, los extranjeros la
descubrían; Fuentes, por algún motivo que desconocíamos,
bordeaba esa realidad deteniéndose a escucharla
en un plano externo. En sus textos México era
un libreto, no un enigma ni un problema y casi nunca
una experiencia. El tiempo mostró que aquel elemento
de irrealidad no era sólo histórico sino literario.
“Estoy convencido -afirmaría Fuentes muchos años
después- que el París de Balzac o el Londres de Dickens
nunca existieron... Ellos inventaron el lenguaje,
lo inventaron todo. Luego la realidad tuvo que acoplarse
al molde de algunas imaginaciones”. Aunque
Dickens se revolvería en la tumba recordando ciertas
escenas infantiles reflejadas en sus novelas, en un sentido
la afirmación es cierta. No obstante, a estas alturas,
cabe ya preguntar: ¿En qué caso la realidad mexicana
se ha acoplado a la imaginación de Fuentes? Novela
tras novela ha querido ofrecer un espejo lúcido
de la vida mexicana, un espejo de nuestras posibilidades,
pero la imagen no se perfila: se escapa.
Y sin embargo, en todos estos años el escritor ha
brillado por méritos propios. Nadie puede negar su
talento y su pasión por la literatura. En una generación
malograda casi toda por el infortunio, la mezquindad,
la ambición política o la pereza, el apego
profesional de Fuentes sigue siendo ejemplar. Ha escrito
obras importantes en varios géneros. Su aventura
lingüística ha sido valerosa y, en más de un sentido,
revolucionaria. Fuentes irrita, pero la irritación
que produce es parte de la sal y la salsa que mantienen
la vivacidad de la literatura en México.
Con todo, temo que en mi caso el desencuentro de
lector se haya ahondado. Mi incomodidad con respecto
a Fuentes ya no es sólo intelectual o literaria sino
moral. De un tiempo a esta parte, comparto la convicción
de que usa el tema de México distorsionándolo
frente al público norteamericano con credenciales
que no ha querido o sabido ganar. Alguna vez escuché
la opinión de un congresista: “Fuentes is a great
man. He knows so much about his country”. Aquel
hombre no había leído sus libros pero, como a muchos
otros, lo convencía la omnipresencia de Fuentes en
los medios de comunicación. No podía saber, como nosotros
sabemos, que Fuentes no sabe.
En estas circunstancias, no puede ser mas oportuna
la reciente aparición de Myselfwith others*[1]. En sus
páginas autobiográficas está la clave de la actitud intelectual
de Fuentes que nos intrigaba desde 1971. El
alma de Fuentes es una zona de ambigüedad, una casa
con dos puertas. Es un exiliado voluntario de México
en los Estados Unidos y fue un exiliado involuntario
en los Estados Unidos en México. Hay en su origen
un vacío de historia personal e identidad que compensaron
siempre el cine y la literatura. Su mundo real
fue su mundo ficticio: un desfile cinematográfico de
autores y obras. El problema de este asombro permanente
ha sido la indiscriminación. Borges se refería a
sí mismo como “un argentino extraviado en la metafisica”,
pero había un orden en su extravío. Sin un con-
tacto real con el mundo exterior a su butaca, Fuentes no podemos vernos sino verlos a ustedes”. México ha
se extravió en la historia de la literatura condenándose
a reproducir histriónicamente sus textos y persosido
siempre, por el contrario, un país obsesionado
najes, sus procedimientos y teorias. La clave de Fuenconsigo
mismo. Pero Fuentes es un mexicano pecutes
no está en México sino en Hollywood. Estados
liar que descubrió la existencia de su país a los diez
Unidos ha dado actores para el cine, el radio, la teleaños
de edad, con la expropiación petrolera decretada
por el Presidente Cárdenas en 1938. Fue el momenvisión,
la política. Faltaba un actor de la literatura. to en que los mexicanos empezaron a verse a la cara,
Carlos Fuentes subió a escena. dirá otro personaje en La cabeza de Za hidra (1976).
EL PAÍS IMAGINADO
, Cámbiese a los mexicanos por Carlos Fuentes y se es-
“Esta no es frontera sino que es cicatriz”. La frase
de uno de los personajes de Gringo viejo es excesiva
como descripción de la vecindad entre México y Estados
Unidos por exacta como epígrafe biográfico de
Carlos Fuentes. Fue un gringo niño de origen mexicano,
nacido en el lugar donde la historia y la geografía
han dejado, en verdad, una cicatriz: Panamá.
Al margen de la Depresión y el New Deal, su apacible
infancia transcurrió en la “ficción territorial” de
la vida diplomática, en un departamento de siete recamaras
“soberbiamente amueblado” con vista al Meridian
Hill Park de Washington D.C. Myself with
others recuerda largos veranos en los que, como en
la canción de Gershwin, “the livin’ seemed easy”; viejos
y buenos tiempos cuando Fuentes aprendió a preferir
“la sémola al guacamole”, el trabajo a la pereza
- “no siestas for me”- y soñó por primera vez, antes
que Andy Warhol, en el Americun dreum: “Todos serán
famosos al menos por cinco minutos”.
En las vacaciones visitaba México. “Era deprimente
confrontar el progreso de un país donde todo funcionaba,
todo era nuevo, todo era limpio, con la
ineficacia, el retraso y la suciedad de mi propio país”.
Contrastado con el norteamericano, el pasado mexicano
le parecía sólo una serie de “derrotas aplastantes”
empezando por el TM! “Tremendo trauma tejano”.
Desde entonces Fuentes se acostumbró a ver a
México, no en términos propios sino refractado en la
perspectiva norteamericana. Ningún mexicano se desvela
por el TTT ni afirmaría, como Fuentes, que “el
mundo norteamericano nos ciega con su energía:
tará más cerca de la verdad. De pronto entrevi6 que
aquel “país inexistente” era su identidad pero que esa
identidad se le escapaba.
Su historia recuerda un poco a la de Vasconcelos en
Eagle Pass, con una diferencia: Vasconcelos no tuvo
conflicto de identidad. No sólo lo nutría el idioma materno
sino la práctica de una cultura mexicana y la
nostalgia familiar por la vida de su país. Vivía un exilio.
A la edad en que Vasconcelos hojeaba la Geografía
y los Atlas de García Cubas o el México u través
de los siglos, Fuentes incurría en la veneración acumulativa
de los grandes nombres que poblarían su vida
y sus escritos. “How I started to write” -capítulo
autobiográfico de Myself with others- es un buen
ejemplo de esa prosa onomástica, como de marquesinas,
tan peculiar de Fuentes. Allí menciona el elenco
fundador: Gene Kelly, Dick Tracy, Clark Kent, Carole
Lombard, Franklin D. Roosevelt y un largo e indiscriminado
etcétera. No vivía un exilio sino un
desarraigo que al revertirse abruptamente, en plena
adolescencia, dejaría una cicatriz de ambigüedad:
“México se convirtió en un hecho de violentos acercamientos
y separaciones frente al cual la afectividad
no era menos fuerte que el rechazo”.
Las páginas autobiográficas reflejan claramente
que losúnicos vínculos tempranos de Fuentes con el
“país paterno” -ambos de carácter reactivo- fueron
un nacionalismo labrado menos por el orgullo de la
tradición mexicana que por el resentimiento .frente
al mundo norteamericano, y un empeño que abarcó
toda la niñez por conservar el idioma español. No es
arriesgado ver en ellos, respectivamente, el origen de
las actitudes políticas y literarias de Fuentes. Cuando
a los 16 años de edad -luego de una estadía en
Chile y Argentina- Fuentes se acercó por fin “al lodo
y el oro” de México, el lenguaje se había vuelto
ya “el centro de su persona y la posibilidad de ligar
su destino y el de su país en un solo destino”. México
el “país imaginario e imaginado”, no era una nación
tangible, histórica. Era sólo una víctima de los Estados
Unidos y una lengua por conquistar.
Myself with others detiene la historia en 1950. Para
reconstruirla es necesario acudir a testimonios de
amigos y a otros escritos incidentales de Fuentes. Alguien
recuerda que se volvió un ser mimético, todo
lenguas y todo oídos, un “fajador” con las palabras.
Necesitaba hacerlo, porque en México las armas del
lenguaje coloquial son tan 0 más filosas que las otras.
En aquellos años había renunciado ya, estratégicamente,
a la idea de escribir en inglés -“Después de
todo, la lengua inglesa no necesitaba otro escritor”-
pero su uso del castellano denotaba una especie de
sordera ante ciertos matices, expresiones y temas.
Pasaba de la reticencia al exceso: carajos inopinados,
chingadas fuera de lugar: machismo lingüístico.
Mientras domaba al idioma, su actitud mimética alcanzaba
extremos de teatralidad: arrodillado alguna
vez en un crucero de la ciudad representó el papel de
pordiosero. Para sorpresa de los amigos que lo acompañaban,
los transeúntes se apiadaban de él y le daban
limosna. Solía también actuar informalmente
obras literarias: un papel favorito era representar el
retrato en El retrato de Dorian Grey.
Más allá del lenguaje, vagamente, estaba la realidad.
Hacia 1950, la ciudad de México adoptaba la fisonomía
de las capitales modernas. Fuentes, que
venía de ellas, no vio la necesidad de adentrarse en
el campo, el ámbito mexicano más profundo. En cambio
su exploración de la ciudad fue incesante y orgiástica.
Como un turista fascinado, vivió la ciudad del
ocio y los espectáculos, la ciudad nocturna. Omitió los
sitios y las horas de trabajo, caminó calles, lugares
históricos y -10 ha referido muchas veces- lápiz en
mano se adentró “in the brash, sentimental, lowdown
world... de los burdeles olorosos a desinfectante, los
cabaretuchos decorados con paredes plateadas, las fichadoras,
padrotes, magos, encueratrices enanas y
cantantes envaselinados”. Junto a esta trasposición
surreal, tropical de Broadway, el México de los cincuenta
se definía -la palabra es de Fuentes-por su
. Star System: Diego Rivera y sus andamios, María Félix
y sus pestañas, Tongolele y su mechón blanco, Pérez
Prado y su cara de foca. “Erarnos devoradores de
estas imágenes de nuestra ciudad... Yo vivía para escribir
la ciudad y escribía para vivir la ciudad”.
Para ser escritor en los cincuentas, “uno tenía que
estar” con Alfonso Reyes y Octavio Paz. De niño,
Fuentes había retozado literalmente en las literarias
rodillas de Reyes y a fines de los cuarenta llegó a vivir
con él en Cuernavaca, pero fuera de éstas y otras
anécdotas curiosas e intrascendentes, la marca de Reyes
no queda clara. La de Octavio Paz, en cambio, sería
decisiva. El primer encuentro entre ambos ocurrió
en el invierno de 1950 en París. Aquel joven poseía
-escribe Paz- “una avidez de conocer y tocar todo,
una avidez que se manifiesta en descargas que, por
su intensidad y frecuencia, no es exagerado llamar
eléctricas”. Es significativo que Paz hable de avidez,
no de curiosidad. Fuentes quería apropiarse con urgencia
de las últimas claves intelectuales sobre México,
necesitaba un libreto total del “país imaginario”
y creyó verlo en El laberinto de la soledad. Su lectura
no fue un descubrimiento sino una revelación definitiva,
que Fuentes complementó frecuentando a los
jóvenes filósofos de ‘lo mexicano’, sobre todo a Jorge
Portilla. En la frase final de El laberinto de Za soledad,
“Somos contemporáneos de todos los hombres”,
Fuentes leyó un llamado leal a la emulación de Paz,
una invitación que sólo podría cumplirse en un proyecto
literario de proporciones balzacianas. Hacia
1955, para fijar los esfuerzos de una generación que
se atrevía a tender puentes literarios con el mundo,
nació la Revista Mexicana de nliteratura que por un
tiempo Fuentes dirigió junto con Emmanuel Carballo.
En aquel momento, su situación biográfica parecía
LA COMEDIA MEXICANA DE CARLOS F UENTES
darle todas las ventajas: frente a los escritores locales,
un cosmopolitismo natural; frente a los cosmopolitas
puros, la avidez de apropiarse del “país
imaginario, imaginado”.
En 1958 apareció su primera novela: La región más
transparente. Vale la pena detenerse en ella porque
presagia todo el carácter de su obra posterior. Siguiendo
de cerca los métodos visuales de la trilogía USA.
(“Dos Passos fue mi biblia literaria”) Fuentes daba
un paso importante en la narrativa mexicana: aclimataba
el género de novela urbana abierto dos años
antes, con pobreza de recursos literarios, por Casi el
paraíso de Luis Spota. Su principal inspiración fue
Balzac: “Soy muy balzaciano... En La Comedia humana
(0, si se quiere, en La Comedia mexicana) caben
muchos pisos”. La imagen es exacta: Fuentes
concibió a la sociedad mexicana como un escenario
vertical, social e histórico. En el sótano, los dioses aztecas.
enmascarados. latentes. encarnando en seres
sin rostro que cumplen sus designios. En el cuerpo visible,
las clases sociales: la burguesía “cresohedónica”,
la nostálgica aristocracia, la clase media arribista
y, a ras de suelo, el pueblo.
El itinerario intelectual que había elegido para conocer
al país se tradujo en una extraña confusión de
géneros. Los personajes no tenían vida propia: actpaban
las tesis filosóficas de moda. Un poeta filósofo inspirado
parcialmente en Paz, aparecía a lo largo de la
novela y al final moría de una forma que recuerda
el capítulo relativo a la muerte en el El laberinto de
la soledad; el banquero en quiebra no acudía a consultar
a un abogado sino a discutir sobre la esencia
del mexicano con el propio alter - ego de Paz. A falta
de una invención que la rigiera internamente, la novela
parecía más bien un cuadro de “tomas” paródicas
de la vida nocturna en la ciudad de México.
Característicamente, la parodia más lograda no fue
la de la clase burguesa -que Fuentes despreciaba sin
conocer- sino la “alta sociedad” a la que sin pertenecer,
pertenecía: sus fiestas, snobismo, dandismo, desarraigo.
Faltaba ese conocimiento práctico de la vida
social que tenía Balzac, para quien una quiebra, el
trabajo de una imprenta o la caída de la bolsa eran
realidades concretas, no síntomas de vida burguesa.
Faltaba el personaje central de La Comedia Humana:
la moneda de veinte francos (0, si se quiere, de veinte
pesos). Y faltaba algo todavía más importante: “Allí
donde duele el zapato está el toque de Balzac”, recuerda
Harry Levin. En La región más transparente,
el pueblo no padece ni trabaja: reflexiona filosóficamente
sobre la pobreza en medio de una parranda
interminable y trágica. Es un pueblo simbólico y nocturno:
es el “Pachuca” de El laberinto de la soledad
protagonizando La fenomenología del relajo. Fuentes
había confundido Broadway con Manhattan y Manhattan
con Nueva York.
A quien verdaderamente recuerda la primera novela
de Fuentes no es a Balzac sino a un gran actor
de la pintura, Diego Rivera: textos y murales inmensos
que proceden por acumulación y yuxtaposición esquemática
más que por un enlace imaginativo. Ambos
son penosamente rígidos para sugerir la interioridad
psíquica de sus temas y personajes, y los manipulan
con tesis o cargas didácticas que producen monotonía;
ambos recurren a la mediación alegórica. Textos que
son murales, murales que son textos. Lo mejor de Rivera
está en la floración de sus formas y colores. Lo
mejor de Fuentes quedó en el aliento verbal, excesivo
pero viviente, de su prosa. Más que el “Camera
eye” de Dos Passos, Fuentes aguzo su “Recorder ear”
para captar y recrear los lenguajes sociales. La opinión
de Lezama Lima es significativa: “He encontrado
a su novela fuerte y deseosa, trepidando en sus
símbolos.. . abundante”. El reconocimiento del gran
poeta cubano al erotismo verbal de Fuentes definía
la sustancia de aquella novela y apuntaba a las futuras:
en LA Región más transparente la ciudad, por primera
vez, se oye. A la doble máscara verbal de la
retórica y la discreción, Fuentes opuso un nuevo lenguaje:
el de “la pasión, la convicción y el riesgo”. La
irrupción de aquella “enorme, gozosa, dolorosa, delirante
materia verbal” (Paz) fue un acto de auténtica
libertad por la palabra,
Por desgracia, el mérito no disolvía la paradoja: había
algo quimérico en el intento de escribir la novela
social de una realidad no vivida. El lenguaje seguía
siendo el centro del ser personal de Fuentes y México,
un “país imaginario, imaginado”. La aplicada acumulación
de lecturas sobre la ontología del mexicano
desconectadas de toda experiencia no festiva, había
sido insuficiente para corregir la refracción inicial de
Fuentes. Aunque lo escuchó con una atención dilatada
y amorosa, nunca conoció el país que sería el
tema central de su obra. Su oido, poderoso pero irreflexivo,
sólo podía devolver a la página una expansión
lírica ligada al habla del instante y por lo tanto
frágil, perecedera. Creyó resolver su sordera de origen
con una maravillosa sordera al revés: la historia,
la sociedad, la vida de la ciudad asimilada al barullo
delirante de sus voces. Los personajes de Balzac sobreviven
aún en la memoria literaria y popular europea.
Pocos retienen en México a los de Fuentes.
HABANA CRUZ
Como la gran mayoría de los intelectuales mexicanos
de todas las tendencias -Vasconcelos y Paz, Lombardo
y Cosío Villegas-, Carlos Fuentes festejó la victoria
de la Revolución Cubana y la interpretó como un
acto de afirmación hispanoamericano: un triunfo de
Martí no de Lenin. En su contexto particular, la Revolución
adquiría una significación adicional: parecía
resolver, ya no en el lenguaje sino en la historia,
su latente conflicto de identidad, desvanecer su cicatriz.
La venganza del TTT. México seguía siendo el
país imaginario, pero de pronto no había ya que compararlo
con el dudoso paraíso de los “risueños robots”
ni con el cruel espejo de las “aplastantes derrotas”. En
un artículo de marzo de 1959 Fuentes sostuvo que Cuba
abría las puertas del futuro al poner en entredicho
toda la filosofía fundadora de los Estados Unidos:
Locke, Adam Smith, el protestantismo, el sistema de
libre empresa.. . “armas harto endebles para atacar
los problemas del Siglo XX". La vindicación nacionalista
parecía asegurar por sí sola el desenlace feliz de
todo el proceso.
“Hay que ser Malraux”, había confiado años atrás
a un amigo. Cuba le ofreció la oportunidad de interpretar
a un Malraux joven aunque ligeramente distinto:
el Malraux de una revolución en el poder. Viajó
a la Habana, escribió entusiastas reportajes y con sus
más cercanos amigos fundó la revista El Espectador,
que en su vida breve seguiría de cerca el pulso de Cuba
e interpretaría los problemas de México a la luz
de esa nueva experiencia. En México, el efecto natural
de la Revolución Cubana fue colocar a su derecha
a su vieja homóloga, haciéndola aparecer como una
pseudorrevolución. Lo paradójico del caso es que, en
aquel momento, el balance económico y social de la
pseudorrevolución no era del todo malo bajo casi cualquier
punto de comparación, interno o externo, contemporáneo
o histórico que se eligiera. El problema
de fondo, desde entonces, era la creciente insensibilidad
de la clase gobernante que bloqueaba la modernización
política y económica del país. Muy pocos
intelectuales tuvieron la sabiduría de ponderar con
equilibrio esa situación. Los jóvenes -influidos por
el marxismo académico puesto de moda por Sartrela
tuvieron aún menos. La democracia no estaba en
su horizonte. Después de Cuba, su único horizonte era
la Revolución. Desde El Espectador, Fuentes se preguntaba:
“LEstamos todavía a tiempo de salvar a esa
Revolución Mexicana que en 1940 entró en un sopor
lamentable?“. Para enderezar el rumbo le parecía necesario
abandonar la “anarquía empobrecedora de la
libre empresa” y pugnar por un “Estado fuerte que
asumiese la dirección total, la planificación racional
y popular del desarrollo económico”.
El Sartre de Fuentes fue C. Wright Mills. Hacia
1960 Mills visitó la Universidad de México e impartió
un curso sobre marxismo y liberalismo. Envidiaba
la influencia potencial del intelectual latinoamericano,
al que tenía por único factor de transformación
en los países subdesarrollados. Para Mills, la competencia
mundial no era un problema de poder sino de
horizonte: ganaría el mejor modelo de desarrollo industrial.
Frente a gobiernos reaccionarios y autocráticos
Mills no veía más salida que el leninismo. El
Espectador publicó las ideas de Mills en un decálogo
y Fuentes -que las absorbió como un credo- dedicó
a Mills su segunda novela: La muerte de Artemio
Cruz. El colofón consignó las fechas y lugares de su
redacción: La Habana, mayo de 1960 y México, diciembre
de 1961. Era un epitafio -provisional, como se vería
después- a la Revolución Mexicana, escrito desde
la vitalidad y esperanza de la Cubana.
En La muerte de Artemio Cruz Fuentes intentó exhibir
al revolucionario mexicano prototípico, entramado
de mentira, corrupción y asesinato. Acosado por
los fantasmas de sus víctimas -10s idealistas, los colaboradores,
los amigos-, corroído por el recuerdo de
amores genuinos y truncos, el General Cruz -Citizen
Kane mexicano- muere una muerte vengativa y lenta.
Mientras nuestro personaje faulkneriano agoniza,
afuera, en las bardas y los discursos vacíos del PRI,
la Revolución agoniza con él. La novela tuvo un éxito

LA COMEDIA MEXICANA DE CARLOS FUENTES
instantáneo y unánime. Hay en ella un despliegue
real de cabronería mexicana, encarnada en los recuerdos
y monólogos interiores de un viejo revolucionario.
Leída a 25 años de distancia, hay sobre todo el
coraje verbal de un narrador implacable que desde
el optimismo ideológico de los tempranos sesenta reprueba
las impurezas de un revolucionario que no merece
ese nombre. La carga de indignación operaba
vivamente en el lenguaje, pero volvía improbable al
personaje Cruz. Su maldad era demasiado perfecta:
había incurrido en los siete pecados capitales y violado
los diez mandamientos.
En la Novela de la Revolución -Azuela, Martín
Luis Guzmán, Vasconcelos, Muñoz-, los personajes
atraviesan un vendaval contradictorio e incierto. Su
reacción frente a los hechos es ambigua. Las páginas
de esos libros huelen a pólvora: la muerte es real, hecha
de terror, odio, deudos rencorosos, sangre, hedor.
Casi medio siglo después, La muerte de Artemio Cruz
suprimía la ambigüedad. Cruz no protagonizaba internamente
a la revolución: era un convidado a sus
escenas estelares. La revolución armada, histórica,
perdía sus contornos reales por haberse corrompido.
Frente a ella se alzaba su propia imagen idealizada,
la Revolución con mayúscula. Cruz fue su rehén emblemático.
Las páginas ya no olían a pólvora sino a
tinta. La novela operó como un proceso penal de las
generaciones intelectuales ascendentes desde una revolución
que consideraban luminosa contra otra que
consideraban traicionada. Aunque el desprestigio de
ambas la ha envejecido, La muerte de Artemio Cruz
no agoniza. Su imagen del tiempo revolucionario padece
la refracción de la ideología -es, en el fondo, una
novela de tesis-, pero sobrevive en la complejidad y
acierto de su andamiaje técnico y su acercamiento a
la selva verbal del poder.
La afirmación nacionalista de Cuba frente a Estados
Unidos atrapó de manera definitiva la conciencia
política de Fuentes. El mundo norteamericano
continuaba “cegándolo con su energía” impidiéndole
ver los fenómenos latinoamericanos en su variedad
y complejidad internas. La prueba es clara: cuando
la URSS hizo su aparición plena en la órbita cubana,
Fuentes no se regocijó pero tampoco salió en defensa
del nacionalismo cubano usurpado. Su ideología se
mantendría fija en una franja delimitada por el libreto
de dos revoluciones: la mexicana (cardenista) y la cubana
-cuyo único pecado, a su juicio, sería la intolerancia
intelectual.
Siempre dentro de esa franja, en los tiempos que siguieron
a la aparición de su novela, Fuentes escribió
varias crónicas y reportajes políticos, más notables por
su brío panfletario que por su espíritu de objetividad.
Uno de ellos partió de un viaje con Lázaro Cárdenas
por Michoacán. El general llevaba treinta años de empeñarse
en el desarrollo de la región. En 1938 había
creado un conjunto de ejidos colectivos. El proyecto
había fracasado desde el principio. Los ejidos habían
dejado de colaborar entre sí. Con los años se suscitó
el arrendamiento de parcelas, el reparto individual,
la inversión extranjera. Los bancos y las corporaciones
del Estado usaban a los campesinos como capital
político. Fuentes no ocultó esta realidad. Sencillamente,
vio otra, la inversa, la del idílico libreto:
Aquí se ha dado mentís a los detractores del ejido. Aquí
no ha asomado el criterio individualista y rapaz. Aquí
no hay disputas, choques y explotación. Los ejidatarios
colaboran entre sí, distribuyen sus cosechas y reciben su
ganancia con el espíritu más viejo, pero, cuando se ha
perdido y olvidado, el más nuevo: la fraternidad
A principios de 1962, cubrió la corresponsalía de la
revista mexicana Política y del semanario The Nation
en la reunión de la OEA en Punta del Este, Uruguay,
donde se sostuvo la incompatibilidad del régimen cubano
con la democracia y se votó su expulsión de ese
organismo. Dos meses después de Punta del Este, siguiendo
a Mills, sacaba las conclusiones naturales:
la verdadera democracia representativa es la del socialismo
porque únicamente el socialismo puede en un país
subdesarrollado, realizar las transformaciones de estructura
capaces de crear las condiciones reales de una democracia.
Al determinar la incompatibilidad del único
gobierno latinoamericano que sí es compatible con la democracia
concreta, los Estados americanos, paradójicamente,
han declarado su propia incompatibilidad con el
futuro y con la historia.
En los tiempos de la Revista Mexicana de Literatura
su héroe intelectual había sido Camus -“matizar
y comprender, nunca dogmatizar ni confundir”. Siete
años después, muerto Camus reinaba Sartre. Ser
un intelectual comprometido no implicaba un compromiso
con la verdad sino con la verdad del poder revolucionario.
En términos políticos la revista había
favorecido una tercera opción: “ni Eisenhower ni
Krushchev: nuevas formas de vida y comunidad humana”.
Pero Cuba había sido su camino a Damasco.
Los matices incoloros de la tercera opción democrática
que tantos compañeros de Castro buscaban desesperadamente
todavía en 1962, podían esperar.
LAS VISIONES DEL GUERRILLERO DANDY
Muchos otros intelectuales mexicanos y latinoamericanos
habían seguido la misma ruta ideológica, pero
muy pocos tenían su simpatía, su brillo y su cobertura
de géneros. Junto al corpus obligado de los grandes
profetas de la izquierda, toda biblioteca de joven
radical que se respetara guardaba un espacio para La
región más transparente y La muerte de Artemio Cruz.
Funcionaban como espejos de la mentalidad universitaria,
plena de buena conciencia histórica y moral.
La imagen que devolvían eran tan seductora como sus
procedimientos narrativos y su prosa. Atrás de los espejos
apuntaba ya el personaje. La Revolución tanto
tiempo esperada no se decidía a advenir: quedaba el
consuelo de verbalizarla. La tradición de los multimillonarios
de izquierda era antigua en México, pero
la nueva hipocresía era menos elitista: no necesitaba
millones sino un estilo de vida burgués y una ideología
antiburguesa: aromas de Bond Street, imágenes
Vuelta 139 19 Junio de 1988
de Sierra Maestra. Fuentes entendió desde el principio
las posibilidades del Guerrillero-Dandy y adoptó
el personaje con plena seriedad aunque no sin desenvoltura
en un país donde los verdaderos escritores de
izquierda -José Revueltas, el mayor ejemplo- sufrían
persecución y cárcel. La consigna de Fuentes era
“cargar las palabras de dinamita, hablar al pueblo”.
El pueblo, por desgracia, no se enteraba:
Al tener una firme vocación literaria -declaraba Fuentes-,
se encuentra uno muy pronto frente al muro de
la sociedad burguesa que mina y aisla al artista. La burguesía
para su propio confort, para su permanencia, presupone
que el arte y la literatura son inocuos, que nada
tiene que ver con la vida práctica... Por tal motivo no
puede haber escritores de derecha, escritores cómplices
del status quo que niega toda validez a su obra. Se produce
entonces la pugna entre el escritor y la burguesía.
Ante el éxito intolerable -¿cuántos burgueses habían
comprado sus libros para aislarlo y minarlo?-
optó por la vida en Europa. Nunca volvería a residir
de modo permanente en México.
Tiempo antes de salir, casado ya con la hermosa actriz
Rita Macedo, Fuentes publicaba una pequeña
obra maestra sobre el tema de la tenacidad del amor
a través del tiempo: Aura. El aura de Aura palideció
un poco por su deuda directa con los Aspern Papers.
En Myself with others Fuentes busca diluir esta influencia
de Henry James, proponiendo una variedad
de inspiraciones para Aura. El fondo es justificar su
versión instrumental de la literatura como un texto
común en que no hay autores, sólo actores: “¿Hay algún
libro sin padre, un libro huérfano en este mundo,
un libro que no sea descendiente de otros libros?
¿Una sola hoja que no sea una rama del gran árbol
genealógico de la imaginación literaria universal?”
En todo caso, aquella derivación fue creativa, tánto
como las que sobre temas cinematográficos -un poco
Buñuel, un poco Trouffaut- encontró el curioso lector
en la fina colección de cuentos: Cantar de ciegos
(1964). Es curioso, creyéndose incapaz de frecuentarlo
pero obsedido, en realidad, por su “ambición de totalidad”,
Fuentes desdeñaría el género del cuento al
que pertenecen sus textos más ceñidos y mejores. Muchos
cuentos de autentica tensión amorosa y onírica
se han diluido en sus novelas mientras que, simétricamente,
una sola novela recorre sus cuentos más
trasgresivos y misteriosos: Tlactocatzine, del jardín
de Flandes; Aura, Muñeca Reina.
Europa lo curó de toda humildad. El itinerario de su
nueva inmersión está en el tomo 1 de sus Obras completas
editadas en España en 1973. “El novelista va
por el mundo buscando señas de identidad para sus
personajes”, escribe Fernando Benítez, que atestiguó
la lectura completa de La Comedia Humana por parte
de Fuentes en el trayecto. “Coleccionábamos ciudades,
ruidos, olores, gentes, catedrales, teatros”. (También
museos, cafés, campos de provincia, campos de
concentración, islas en el Mediterráneo). La edición
contiene varias fotos. “Carlos, vestido a la moda, parece
formar parte de aquel ambiente de exuberantes diosas
de yeso, candelabros de cristal y viejos criados de
frac”. Los datos autobiográficos confeccionados por
Fuentes certifican también la colección de decenas y
quizá cientos de amigos. Ninguno de nombre desconocido
y casi todos los posibles conocidos del arte, la
literatura, la política internacional pero sobre todo del
cine. En las Obras completas hay fotos con Joseph Losey,
Jean Seberg, Pasolini, F. Durrenmatt, Arthur Miller,
Candice Bergen y Luis Buñuel. Sus obras teatrales
serían pesadamente discursivas y antiteatrales,
pero se estrenarían en Europa, con artistas y directores
famosos. Sus dedicatorias serían enigmáticas en
todo menos en el destinatario: “A Shirley MacLaine,
recuerdo de la lluvia en Sheridan Square”.
De 1965 a 1966, “entre el Palazzo Gaetani de Piamonte
d’Alife y la Rue de Cherche Midi”, escribe Zona
sagrada, la novela del vínculo entre la estrella mayor
del cine mexicano -María Félix- y su desdichado edipo
que (mitad Gregorio Samsa mitad José K...), acaba
convertido en perro. A pesar de varios pasajes discursivos
memorables, esta vez la crítica mexicana no fue
tan entusiasta. El reparo se centraba ya en el artificio
de sus personajes, su reducción a entes verbales o verbalizadores,
la limitación de sus registros vitales. Pero
para entonces Fuentes se había librado ya de esa “vieja
categoría humanística”, “ese fetiche sentimental
de la burguesía”. En el estructuralismo de Foucault,
Sollers, Barthes y el grupo TeZ Quel había encontrado
su Cuba literaria. Aschenbach, Bovary, Nostromo,
Pedro Páramo, Dedalus.. . “subjetivismo psicologizante”.
Los personajes debían ser “transformadores del
lenguaje, resistencias al lenguaje que los traspasa y
ahueca”. La novela debía ser su propio objeto, una estructura
de lenguaje válida en sí misma, un encuentro
con el lenguaje y una crítica del lenguaje.
Se pensaría que la novela busca una forma específica
de conocimiento y es un género en que importa
la composición. Fuentes diría que sus novelas son como
“crecimientos cancerosos” precedidos por un conocimiento
total e instantáneo, una representación
del célebre cuento de Borges:
Hay un momento mágico en que la mente es un Aleph,
un Aleph borgiano. Todo lo que quieres decir esta allí.
Es como una constelación en que todos los elementos coexisten:
son palabras, nombres, verbos, adjetivos. Y son
imágenes y son sonidos -y son todos lo sentidos- formando
una maravillosa, mágica totalidad.
Fuentes no habla -nunca habla- del contenido de
sus palabras. Desde entonces declararía, entrevista
tras entrevista, que la exploración literaria es una exploración
de y dentro del lenguaje. Fuentes busca el
libreto en un autor o una ideología, y a partir de allí,
sin mayor curiosidad intelectual, invoca los poderes
de la lengua que suelen concentrarse alrededor de un
ingenioso catálogo de nombres y marcas. En el Aleph
de Cambio de piel (1967) cruzan inconexas playas y corridas
de toros, crematorios y sacrificios aztecas, Theresienstadt
y Cholula, los nazis y los judíos, los gringos
y los mexicanos “who just want to get even”; todo
es lo mismo, un espejeo de “identidades pulverizadas”
LA COMEDIA MEXICANA DE CARLOS FUENTES
(Benítez), moviéndose en el ars combinatoria de todos
los nombres del siglo XX y de algunos otros siglos.
Treinta, cuarenta nombres por página (Hals,
Klee, Cheek to cheek, Capri, Dietrich, Lorre, Garbo,
Cuauhtémoc, Milan, Singapur en la p. 150). Abundante
logotipia de calles, revistas, ciudades, títulos
de libros, letras de canciones, temas de Lowry y Cortazar
y sobre todo películas: “No Grecia, no México,
el mundo se llama Paramount Pictures Presents”.
Nunca ha habido un novelista más poseído por los
nombres propios.
Veinte años mas tarde, en varias páginas de Myself
with others el lector comprueba que la propensión de
Fuentes a hacer catálogos es tan marcada como el caracter
teatral y derivativo que sus ensayos comparten
con sus novelas. La actuación puede ser simplemente
mimética de un autor de moda (Dundera redescubre a
Diderot, Fuentes redescubre a Diderot redescubierto
por Kundera), de una teoría de moda (la extraña lectura
vanguardista del Quijote), o puede intentar el
despropósito de volver ficción las ficciones de Borges.
Cuando la actuación desaparece y Fuentes ve a los
others desde un Myself independiente, el resultado
puede ser un retrato fiel y conmovedor, como en “Buñuel
and the Cinema of freedom”. Pero casi nunca
ocurre. En nombre del derecho experimental Fuentes
escribe novelas sin centro; vastos, confusos, disformes
y abrumadores happenings literarios, volátiles parodias
de otras novelas propias o ajenas, o de sí mismas.
“Fuentes nunca ha escrito nada que no (se) haya escrito
antes”, comentaban sus amigos, pero como buen
actor Fuentes no se hubiese ofendido con la frase. Más
aún la hubiese tomado por un elogio. Desde los sesenta
pensaba ya que su condición particular era general,
que toda novela mexicana estaba condenada a actuar
paródicamente otras novelas: “Pedro Páramo es una
parodia de Cumbres borrascosas, si la ves bien”. Y si,
en fin, el lector se preguntaba sobre los motivos profundos
del experimento o su posible conexión con la
búsqueda de alguna verdad, encontraba la respuesta
en un no-personaje de Cambio de piel:
La verdad nos amenaza por los cuatro costados. No es
la mentira el peligro: es la verdad... Si la dejáramos, la
verdad aniquilarla a la vida. Porque la verdad es lo mismo
que el origen y el origen es la nada y la nada es la
muerte y la muerte es el crimen... (El) excremento: eso
es la verdad.
Parrafo típico de Fuentes, que si algo implica es la
extraña ecuación mentira = imaginación literaria.
¿Qué diría Russell de la ecuación complementaria:
verdad = origen = nada = muerte = crimen = excremento?
Que no significa nada, pero suena rudo,
suena tough. Que no convence pero apabulla, apantalla.
¿Qué diría Fuentes?
Todo lo que digo no es verdad pero revela por el solo hecho
de decirlo mi ser ¿O.K.?
En 68 Fuentes avanzó un paso más: vio a la realidad
representando literalmente 8 la ficción. Con oportunidad
novelesca, la Revolución -el show de shows-, volvía
a París. Fuentes ve palabras de Breton, Marx,
Rimbaud, en los muros, recuerda la película Alejandro
Neusky de Eisenstein, escucha a los jóvenes hablar
del Moncada europeo, oye a Sartre equiparar a
obreros y estudiantes y elogiar “el admirable” pragmatismo
de Castro. A partir de esas imágenes, Fuentes
actúa el Aleph en un ensayo. Escribe: París: La
Revolucidn de mayo.
Desde Brooklin, Whitman había visto “al gaucho
que cruza la llanura, al incomparable jinete de caballos
con el lazo en la mano, la persecución de la hacienda
brava sobre las pampas...” En los dos o tres
centímetros del Aleph, Borges “vio el populoso mar,
vio el alba y la tarde, vio las muchedumbres de América...“.
En París, Fuentes vio el fin de la Affluent Society,
vio una marea de cambio que llegaría a Moscú
y Washington, vio que la voluntad general se expresa
con adoquines no con boletas, vio huelgas en la
Anaconda Copper, barricadas en Arequipa, líderes corruptos
en México, vio “la muerte de Dios y su privilegiada
Criatura occidental: el hombre blanco, burgués,
cristiano”. Un año después, al volver a México, colgó
una gran foto de Zapata en su estudio, se dejó crecer
aún mas el bigote y parafraseó a Cohn Bendit: “Todos
somos zapatistas”. Entonces tuvo nuevas visiones:
vio que América Latina había vivido cuatro siglos
de “lenguaje secuestrado, desconocido”, vio que nuestras
obras debían ser de desorden, es decir, de un
orden contrario al actual y vio que el intelectual latinoamericano
sólo ve la perspectiva de la Revolución:
“escribir sobre América Latina, ser testigo de América
Latina en la acción 0 en el lenguaje, significará
cada vez más un hecho revolucionario”. Vio el boom
como un hecho metapolítico: la novela en el poder, y
el poder en la novela.
A la confusión moral del guerrillero-dandy correspondía
la confusión literaria de los géneros. Muchos
años más tarde, revelaría en una entrevista que su
deseo ha sido siempre ser poeta: “Ricardo II daba su
reino a cambio de un caballo. Yo daría todos mis libros
por una línea de Eliot, Yeats o Pound”. Lo natural es
que en el espejeo de sus identidades, Fuentes no se haya
visto como lo que verdaderamente es: un poeta lírico
extraviado en la novela y el ensayo, un poeta brioso,
abundante -como había visto Lezama- aunque
un tanto sordo a la belleza del idioma. Un macho, un
cabrón, un Artemio Cruz que trata a las palabras como
putas. En la necesidad de impregnar cuanto dice
de su sentimentalidad y su retórica de poeta lírico ha
estado siempre su corazón de escritor y su problema
como novelista. Por las palabras Fuentes es, para bien
y para mal, un verdadero escritor, un gran talento sin
obra definitiva. La misma, antigua obsesión por el
lenguaje que lo ha llevado a intentar experimentos
riesgosos y lograr páginas de admirable vitalidad, lo
ata a un tiempo y una retórica que pasarán muy rápidamente.
Fuentes ha corrido en sentido inverso
al desarrollo de la novela que, como regla de oro practicada
por Flaubert, los rusos, Musil, Broch, Kafka,
Nabokov, Faulkner, busca la desaparición del autor
detras del texto.
UN CRIMEN HISTÓRICO
Hay que ser piadosos con las alucinaciones del 68. Lo
decisivo es lo que ocurrió después. En México, al menos,
la revolución de verdad, la de las armas, pareció
a algunos jóvenes el único camino posible luego de la
matanza del 2 de octubre en Tlatelolco. Mientras
Fuentes cargaba sus palabras de dinamita, los guerrilleros
en la Sierra de Guerrero pasaban de las palabras
a la dinamita. ¿Se uniría a ellos? ¿Ejercería
Una oposición crítica al régimen autoritario y antidemocratico?
No, no había necesidad. Artemio Cruz
había muerto. La Revolución Mexicana resucitaba.
Representando el papel de “un nuevo Cárdenas”, Luis
Echeverria llevaría a la práctica el programa de la
generación de Carlos Fuentes, la suya propia.
La estrategia de seducción rompió la unanimidad
de la élite intelectual. Algunos interpretaban el significado
profundo del 68 como una afirmación de la
sociedad civil frente al sistema político mexicano. Había
que continuarla consolidando espacios para la crítica
independiente. La mayoría de los intelectuales
-Fuentes entre ellos- optaba, en cambio, por subordinar
su visión y su influencia al poder presidencial.
Los primeros buscaban abrir para México la siempre
pospuesta alternativa democrática, que la sociedad
escogiese libremente qué clase de país quería. Los
segundos, herederos de una antigua estatolatria novohispana,
creían saber, de antemano, el país que la
sociedad quería.
En los primeros meses del régimen de Echeverría
( 1970- 1976) Fuentes publicó Tiempo mexicano, colección
de sus mejores ensayos y reportajes de la década
anterior acompañada de una interpretación sobre el
pasado inmediato y el régimen -para él promisoriode
su amigo el presidente. El libro reiteraba una vieja
idea de Octavio Paz: la Revolución no como un hecho
histórico sino mítico: “México sólo ha roto sus
mascaras con la Revolución.. . en (ella) el rostro de México
es el espejo de México”. En el diagnóstico de
Tiempo mexicano, México era casi un país ocupado:
“Somos una nación dependiente, semicolonial. Nuestro
margen de maniobra no es mayor que el de Polonia”.
Los datos básicos de nuestra postración le
parecían clarísimos. (Conviene recordar que la deuda
externa era de 3 mil millones de dólares, la inflación
2% etc..) De nada servía el “desarrollo por el
desarrollo mismo”. La salida estaba -como había escrito
hacia 1962-en abandonar “la beata inmovilidad
de centro” y pugnar por una intervención enérgica
del Estado en la vida económica. Consideraba natural
que las empresas que creara el Estado fueran lo
suficientemente numerosas, amplias y productivas como
para relegar a la iniciativa privada a funciones
ancilares: “estanquillos y abarrotes”. Fuentes recordó
el decalogo de Milla: los intelectuales y los universitarios
debían ser los agentes del cambio. En vez
de irse al monte con un fusil o, peor aún, “al pequeño
negocio del padre”, los jóvenes debían subirse al tren
de la Revolución hecha gobierno, ser la vanguardia de
la que hablaba Lenin. “El socialismo mexicano -vio
Fuentes en 1973, instalado nuevamente en Parísserá
el resultado de un proceso de contradicción... de
enfrentamiento entre el Estado nacional y la iniciativa
privada, entre la nación y el imperialismo, entre
los trabajadores y los capitalistas. Marx previó
todo esto”.
Punto por punto, Echeverría instrumentó el programa
político de la generación intelectual de Fuentes,
resumido en Tiempo mexicano. Desde el principio
acrecentó el poder y el tamaño del Estado a través
de la incorporación a las nóminas de decenas de miles
de universitarios. Cartera en mano, corregía las
desigualdades con cargo a la deuda externa que al cabo
de su gestión era de 26 mil millones de dólares. La
“vanguardia” burocrática creció en casi dos millones
de personas. El “nuevo Cárdenas” terminó su período
convertido en uno de los hombres más ricos de México,
un Artemio Cruz tercermundista. Y por primera
vez en medio siglo, el país que Echeverría había “levantado”
de la postración, conocía los efectos de la inflación:
la pérdida combinada de los salarios reales,
la salud financiera y el crecimiento. El resultado practico
del programa populista contra el “desarrollismo”
y la dependencia había obstruido el desarrollo y ahondado
la auténtica dependencia: la de la deuda.
En lo político, el balance del gobierno sería aún mas
desfavorable. El Jueves de Corpus de 1971 había ocurrido
un nuevo capítulo de Tlatelolco que el Presidente
se comprometió a aclarar. Nunca volvió a tocar el
tema. La opinión pública supo entonces que Echeverría,
antiguo ministro de Gobernación de Díaz Ordaz,
no era ajeno a la represión de 71 como no lo había sido
a la del 68. Otra vez Carlos Fuentes no vio lo que
todos vieron, vio lo que nadie vio:
Todas las fuerza de la reacción mexicana se confabularon
para tenderle una trampa a Echeverría, ,estigmatizar
al nuevo régimen, desacreditar la dificil y calificada
opción democrática con que el nuevo mandatario intentó
superar la honda crisis del 68.
Fuentes no fue el único intelectual que creyó en
Echeverría y tomó parte en su “parodia revolucionaria”,
pero su apoyo llegó a extremos -de connivencia,
de retórica- innecesarios y un tanto grotescos.
Poco tiempo después de Corpus sostuvo que los intelectuales
que no apoyaban a Echeverría contra los
“verdaderos” culpables -las invisibles fuerzas de la
derecha- cometían un “crimen histórico”. En una
carta pública, Gabriel Zaid le reclamó: “al usar tu
prestigio internacional para reforzar al Ejecutivo,
en vez de reforzar la independencia frente al de Ejecutivo...
independientemente y por tu cuenta, has hecho
más dificil la independencia”. Pero para Fuentes
la independencia era un valor burgués que le recordaba
“el modelo de democracia parlamentaria, pluralista,
británica: No veo sin humor esta perspectiva
anglosajona”. La verdadera independencia la ejercía
el Presidente frente al Imperialismo y sus lacayos del
sector privado causantes de todos nuestros males...
hasta de la corrupción del sector público. Por eso
Fuentes elogió en 1973 la forma en que Echeverría
“dinamizaba” el aparato burocratico, combatía aun-
que fuese “sólo verbalmente” a la iniciativa privada
y manejaba de modo “cada vez más honesto” los fondos
públicos: “Luis Echeverría se ha despojado de todo
individualismo de poder... Es un patriota”.
En enero de 1975 Echeverría lo nombró embajador
en Francia, En julio de 1976 el presidente orquestó el
golpe de estado contra la dirección de Excélsior, el
principal periódico del país. Todo el mundo supo los
detalles. Todo el mundo, menos Carlos Fuentes que
lo defendió en público: “iPuede concebirse que un
hombre de la sagacidad política de Echeverría sea el
autor de su propio descrédito?“. Sí, podía concebirse
perfectamente. Bastaba una pausa a la abstracta idolatría
del Estado, una ventana a los hechos concretos.
Pero esa no era la intención intelectual de Fuentes.
La “Nota del autor” al principio de Tiempo mexicano
era muy clara:
No he pretendido escribir un texto frío, objetivo, estadístico
o totalizante sobre nuestro país; he preferido dar
libre curso a mis obsesiones, pasiones de mexicano, sin
desdeñar ni la arbitrariedad ni la autobiografia. Búsquese
aquí menos el rigor que la vivencia y más la convicción
que la imposible e indeseable objetividad.
El resplandor del poder no el excremento de la verdad
es lo que estaba en juego.
ROLLS JOYCE
Una palabra lo rondaba en esos años, la palabra “totalidad”.
En Cambio de piel, uno de sus personajes
vive poseído por una frustrada ambición de absoluto:
“fijar para siempre el pasado, devorar enseguida al
presente y cargarse con todas las inminencias del futuro”.
La fragmentación de la realidad le parece vulgar
e indigna pero finalmente lo vence. “Moi j’aurai
porté toute une société dans matete?“. Años después,
en plena Joyceización, el ego real cumple el sueño del
ego experimental: Fuentes escribe Terra nostra.
Obsesionado por los mecanismos del poder en América
Latina, se había propuesto captar en una sola
mirada el tiempo colectivo de la fundación iberoamericana.
En un ensayo de 1973 (Ceruantes o Za Critica
de Za lectura) explicaba con detalle la dimensión histórica
de su proyecto. Había querido recobrar a la España
de la Contrarreforma: monolítica, mutilada,
vertical, dogmática, severa. Su representación perfecta
era El Escorial, la tumba viviente de Felipe II.
Frente a esa fortaleza, y corroyéndola por dentro,
estaba la otra España: la de la sensualidad árabe,
la laboriosidad judía, las utopías renacentistas, las
que soñaban los comuneros rebeldes de 1520 en Castilla:
democrática, plural, tolerante, respetuosa de
la existencia individual y las autonomías locales, fiscalizadora
del rey; en una palabra, la España de Erasmo:
“si el individuo ha de afirmarse debe hacerlo
con una conciencia irónica del yo o naufragará contra
los escollos del solipsismo y la hybris”.
La idea no podía ser más ambiciosa: una novela que
correspondiera a la teología fílmica de Buñuel y a la
imaginería del pintor Alberto Gironella. Su tema es
el fantasma, el sueño, el deseo de la libertad en el
claustro tapiado de la Contrarreforma. Fuentes tomó
de Gironella el asunto inicial de la novela -el pudridero
de la corte de los Austrias-, pero fascinado por
el poder absoluto nunca salió de él. La primera ausencia
en la novela es la libertad política. La España que
inventaría la palabra “liberal” aparece en algunas
transcripciones demasiado breves y esquemáticas en
relación a la promesa inicial de la novela. Abrumado
por las escenas de la Corte, el lector entra en un espacio
lingüístico cerrado e insensible a los movimientos
democráticos. Nunca sabemos en verdad lo que
ocurre afuera del Escorial.
Puertas adentro, los espejeantes personajes no viven
los tormentos de la carne: los verbalizan con una
violencia perturbadora. Fuentes podía jugar con ellos
porque son intemporales pero los tormentos decisivos
de su historia, los de la fe, se le escapaban: la novela
los registra ad nauseam, no los recrea. La razón es
clara: Fuentes ha llamado a Buñuel “picador aragonés”
y Paz ha dicho que Gironella es un “torero de
la pintura”. Ambas metáforas aluden a la feroz participación
litúrgica de estos dos artistas en el mundo
que recobran y parodian. El caso de Fuentes es distinto.
No es un torero de la literatura sino un torero
de salón, de salón literario. En Terru nostru evitó tirarse
al ruedo con los desgarramientos teológicos de
sus personajes. Narró la corrida desde un palco intelectual.
0 menos: narró una narración de la corrida
en 800 páginas acumuladas -expresamente- para
imponernos su yo mayestático. Joyce exigía al lector
de Finneguns Wuke que empleara en su lectura el
tiempo que había empleado su escritura. En Terru
Nostra, Fuentes lo sobreactuó:
Nunca pienso en el lector. Para nada. Terra nostra no
esta hecha para lectores... Cuando la escribí estaba absolutamente
seguro de que nadie la iba a leer e incluso
la hice con ese propósito... Me di el lujo de escribir un
libro sin lectores.
Desde 1971 y quizá antes, la filiación joyceana de
Fuentes ha estado en el centro de su literatura. No
exagera cuando afirma haber sido “joyceano antes de
leer a Joyce”. Por convicción y destino Fuestes pertenece
a la familia de los escritores exiliados que padecen,
encarnan y recrean el éxodo de las lenguas.
Siguiendo a Joyce, intensifica novela tras novela sus
experimentos con el lenguaje. En Terra nostru abundan
las interpolaciones, pastiches y paráfrasis que
Edmund Wilson, al criticar el Ulises, encontró desmesuradas,
impropias y “artísticamente indefendibles”.
A nadie ha actuado Fuentes con mayor
devoción que a Joyce, pero los paralelos entre ambos
no llegan demasiado lejos.
La diferencia fundamental entre la obra de Joyce
y la de Fuentes está en los personajes. Joyce no anula
ni disuelve a los personajes; por el contrario, busca
y logra su más completa recreación vital. Bloom,
Molly, Dedalus no son “identidades pulverizadas” ni
-como sostiene Fuentes- “moldes pasajeros del agua
verbal que apenas dicha, derramada, se convierte en
palabras escritas...” Son exploraciones totales de la
existencia humana. En las novelas de Fuentes no hay
exploración existencial, hay un ejercicio intraliterario
y a veces sólo intraverbal mas afín al estructuralismo
francés que a la aventura joyceana. Esta falta
de anclaje existencial es la diferencia decisiva entre
el modelo y su actor, pero no la única. Joyce trabajaba
con una extrema lentitud y ecuanimidad. Sus colisiones
semánticas son producto de una cuidadosa y
compleja reflexión. En contraste, Fuentes es un Joyce
sobre ruedas. Sus novelas avanzan como un “crecimiento
canceroso” que el autor no sólo no controla
sino propicia. Fuentes procede por inspiración no por
reflexión. A falta de temas e historias propias, -
Fuentes no ha visto su desarraigo como tema- el
agua verbal de su persona y su personaje se desborda
continuamente en sus textos. “Naufragando en los escollos
del solipsismo y la hybris”, no sigue a Joyce sino
a Yoyce.
Después de publicar Terra nostra y renunciar a la
embajada en París, Fuentes se quitó el maquillaje de
Norman Cohn, Cervantes, Frances Yates, Américo
Castro, James Joyce etc... Bajó del escenario, apagó
las luces y salió de incógnito a caminar la ciudad de
México. Un verso de Octavio Paz sobre el rompimiento
mítico de la ciudad azteca le vino a la memoria: agua
quemada. Y un pasaje de Alfonso Reyes:
¿Es esta la región mas transparente del aire? ¿Qué habéis
hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?
En Agua quemada Fuentes no representa a nadie
más que a si mismo. No la escribe su personaje sino
su persona. Su gran oficio de escritor puesto al
servicio de una exploración auténtica sobre el trágico
deterioro de la ciudad que amó. En estos cuatro
cuentos perfectos Fuentes no es el procesador literario
que toma de todas partes menos de su corazón.
De pronto, en un parentesis, Fuentes no teme hacer
“subjetivismo psicologizante” y crea personajes que
se atreven a la ternura, al amor filial, a la piedad,
al odio más animal, sobrevivientes dignos de aquel
alto Valle metafísico. Hay una pobre vieja rodeada
de perros que recuerda los antiguos palacios en ruinas
y hay un niño invalido que la escucha. Un aristócrata
criollo se aferra al mundo decorativo de su
casa localizada en un pudridero real, hecho de violencia,
droga, un nido de ratas que no lo vence: lo
devora. Hay un viejo general más verosímil literariamente
que Artemio Cruz, sus entrañas se rompen,
sus recuerdos encarnan desde dentro y producen
mentadas, borracheras y violencias genuinas.
Y en “El hijo de Andrés Aparicio”, hay la carrera
vital de un lumpen que se vuelve guarura. Aquí la
ciudad no es irreal ni puramente auditiva. Es una
ciudad que duele, visceral. Aquí la extraordinaria
recreación del lenguaje no es el fin sino el medio.
No hay catálogos de nombres, ni didactismo social,
ni reflexiones sobre el ser, ni muralismo literario, ni
lirismo sentimental. Hay cuatro fragmentos que tocan
zonas profundas del alma mexicana de Carlos
Fuentes.
EL DÉCIMO COMANDANTE
El efímero paréntesis se cerró en los años ochenta, La
crisis centroamericana y el ascenso de Reagan al poder
abrían el segundo capítulo de un drama histórico
iniciado en 1959. Era natural que Fuentes, residiendo
ya en el país de su infancia, se interesase apasionadamente
en el conflicto, pero la semejanza de sus
actitudes y argumentos actuales con los de 1962 son
desconcertantes. En la izquierda liberal en México es
ya un lugar común criticar a Cuba y deslizar leves
dudas sobre el proceso interno de Nicaragua (por experiencia
propia la izquierda en México ha aprendido
a no menospreciar a la democracia “formal”).
Fuentes, en cambio, repite la misma, vieja tonada.
Sus opiniones políticas casi no cambian y cuando cambian
lo hacen sin explicación. Ha dicho que Cuba es
una “colonia”, que el marxismo es una “facilidad intelectual”,
pero sólo reclama a Castro un “poquito
más (sic> de glasnost’ y perestroyka”. Su apoyo a los
sandinistas ha sido completo, pero no ha faltado en
él una buena dosis de confusión intelectual: demasiados
personajes, demasiados libretos...
En su discurso inaugural en la Universidad de Harvard
(1983) y en varios artículos y conferencias, Fuentes
se ha referido a “la constante batalla contra el
pasado” que libra Latinoamérica, un pasado de teocracia,
centralismo, paternalismo: la fortaleza de la
Contrarreforma nos aprisiona aún con sus dogmas y
jerarquías, su confusión entre derechos públicos y privados,
“su fe en las ideas y no en los hechos”. Lo contradictorio
es que enseguida Fuentes se enamore
precisamente de los sistemas políticos cerrados, que
son sucedáneos de la Contrarreforma:
Para nosotros, la realidad política arraiga en el pensamiento
de Santo Tomás de Aquino y San Agustín, aunque
tome las máscaras de Marx y de Engels... lo que
perdura es la visión católica de la unidad y del orden...
América Latina es sólo auténticamente ella misma cuando
retorna a este molde antiguo como hizo cuando la Revolución
Mexicana y la adopción de la Constitución de
1917. El sandinismo recuerda mucho este episodio.
Fuentes ve clara la prisión mental de estos países
pero en realidad no la lamenta ni se ve a si mismo
dentro de ella. Su lectura del conflicto centroamericano
parte de ese Escorial ideológico que a veces parece
criticar pero cuya ambición de totalidad -unidad
y orden- le fascina. Ha llegado al extremo de afirmar
que estos regímenes autoritarios encarnan el modo
latinoamericano de asimilar ese pasado conflictivo
y superarlo. Leerlo en serio es, a veces, toda una aventura
de la dialéctica. Tómese, por ejemplo, su defensa
de la revolución sandinista. A veces adquiere un
cierta distancia: “Secretamente la revolución se ve
a sí misma como un hecho sagrado: es por eso que no
tolera compartir el poder”. Pero al mismo tiempo,
¿inadvertidamente?, se incorpora a esa fe: “En el amanecer
de la Revolución se revela la historia total de
una comunidad”. Por eso en su discurso de aceptación
del Premio Rubén Darío se refiere a la Revolución
como el hecho primigenio de la historia nicaragüense:
“el trabajo inicial, el primer techo, la primera escuela,
la primera cosecha...” Los Sandinistas
representando el papel de Dios en la película Génesis.
La imaginación política de Fuentes parece petrificada
en tópicos de 1962 que ni el último orador del PRI
repetiría ya sin sonrojarse: “Todos en México existimos
y trabajamos gracias a la Revolución”. Eterno
68, la Revolución de Fuentes no es sólo sagrada sino
universal e inevitable. Tratándose de la Revolución,
Fuentes (el historicista férreo) recuerda a los norteamericanos
que “también su república nació del cañón
de una pistola”. En cambio, si el tema es la democracia
Fuentes, (el relativista tolerante) invoca los “contextos
culturales”: cada país debe alcanzar su propia
versión. A diferencia de la democracia, la Revolución
no conoce fronteras ni culturas: es la misma siempre:
1648, 1776,1789...México, Gdansk, Managua... Cuando
llega exige paciencia. Es un fuego maravilloso que sólo
el tiempo extingue y ningún Kronstadt desmiente.
La violencia -Marx dixit- es la partera de la historia.
El parto es la Revolución. Los muertos en Fuentes
son abstractos, menos imaginados pero más imaginarios
que el remoto país de su padre “when the livin’
seamed easy” en los tórridos veranos del Meridian
Hill Park. Pero no solo los muertos son ficticios: también
los vivos. Estos países cuya historia, para Fuentes,
es sólo una sucesión de “derrotas aplastantes” no
pueden tener voz propia: la Madre Revolución sabe
mejor. Por eso habló de San José como “el Beirut de
Centroamérica” y el Plan Arias lo tomó de sorpresa.
La legitimidad democrática de Arias no le dice mayor
cosa: la democracia no revela la historia total de
una comunidad, sólo la voluntad fragmentaria de sus
ciudadanos.
Hay algo aún más antiguo y petrificado en la imaginación
moral de Fuentes: su cicatriz de identidad.
El sentimiento de amor-odio ante los Estados Unidos
le cierra cualquier comprensión intrínseca de los
fenómenos latinoamericanos. (“NO podemos vernos sino
verlos a ustedes”). Ante la pregunta obligada sobre
la necesidad de la democracia en Centroamérica,
Fuentes tiene siempre la respuesta a la mano: “¿Por
qué los Estados Unidos se preocupan por la democracia
en Nicaragua y no en Chile?“. Como pregunta, la
respuesta es válida. Como respuesta no. Difiere el
arribo de un orden democrático al momento en que
los Estados Unidos dejen de ser hipócritas, es decir,
hasta las Calendas griegas. Hay en Fuentes una dependencia
de la dependencia.
En un punto coincidimos todos: las relaciones de
Estados Unidos con el Caribe, Centroamérica y México
están marcadas por un agravio histórico labrado
tenazmente por Norteamérica mucho antes de
que un remoto encabezado cubano predijera: “el odio
hacia el norteamericano será la religión de los cubanos”.
Es un agravio hecho de incomprensión, desatención,
ceguera, explotación, torpeza, desdén. Su falla
mayor fue no reconocer y apoyar con inteligencia
a los regímenes liberales de este siglo y confiar
en sus “sons of a bitch”. Las bravatas de Reagan, sus
menciones a los “freedom fighters” o al “back yard”,
avivan el agravio. Pero siendo todo esto cierto, ¿cuál
es la responsabilidad del intelectual latinoamericano?
Una vez más, Camus: “Matizar y comprender, no
dogmatizar ni confundir”. Señalar interminablemente,
si se quiere, la responsabilidad histórica de los norteamericanos,
pero advertir también el aporte de los
propios revolucionarios a la desventura. La lucha de
los miskitos no tiene que ver con el filibustero Walker.
En el escenario opuesto de Reagan, Fuentes cree
que los sandinistas son los auténticos “freedom fighters”
luchando, en nombre de la historia, la revolución
y el destino contra el único enemigo: el imperialismo.
En Nicaragua, donde comenzó a ser conocido
como “El décimo comandante”, volvió atener las acostumbradas
visiones idílicas del 62, 68, 76 y exclamó:
“Va a haber patadas y coletazos de parte del dinosaurio
-Estados Unidos- pero la relación va a ser
distinta”. Un nacionalismo primario, resentido y retórico,
excluyente de otros valores, resume la ideología
política de Carlos Fuentes. Ahora actúa a Dorian
Grey en el El retrato de Dorian Grey.
Después de la visita de Fuentes a Nicaragua a principios
de 1988, Pablo Antonio Cuadra, director de La
Prensa, escribió:
He sido amigo de Carlos Fuentes y admiro su obra literaria.
Nunca creí, sin embargo, que retornara la vieja
retórica hispanoamericana, que tanto daño y confusión
ha producido, para polarizar conceptos y reducir el gravísimo
problema nicaragüense a una lucha entre David
y Goliat, en la cual, por supuesto, hay que estar con David.
¿Y qué queda del brutal Goliat ruso? Mientras Fuentes
decía ese discurso, en los países vecinos, donde están
dispersos más de 500 mil nicaragüenses, aparecían páginas
de periódicos exponiendo el drama de nuestro pueblo
ante los oyentes y participantes de Esquipulas II.
Esta es la contraparte sangrienta y triste que el superficial
discurso de Fuentes no quiso ver. Es una gran lástima
y una gran responsabilidad, porque el peso de
hombres como él debía servir para equilibrar la balanza.
Debería haber visto que nuestra pobre América ya
esta agobiada por esos grandes conceptos que cuestan
sangre y miseria... para nada. Hombres como él pudieran
influir para volver sensatos, para hacer reflexionar,
para devolverles objetividad y realismo a los fanáticos.
Muchos de los Comandantes no son Castros sino imitadores
rescatables si tantos inteligentes no les hicieran
el juego.
Pero, ¿quién rescata a Fuentes de su mejor personaje:
Fuentes? Nadie. Escuchémoslo.
CÓMO ESCRIBÍ GRINGO VIEJO
Te sentarás frente a la máquina como todos los días, a
las 8 A.M. en punto. Eres el único calvinista mexicano.
Todos los demás se asolean en la playa esperando a
que los cocos caigan. Todos. Te repetirás como siempre
que México es un hecho que pasa en tu imaginación
antes que en tu vida, yeah, yep, this is my thing,
my special thing. Escribes We’re nobody’s backyard
en forma de novela. Pervertirás los hechos, los nega-
rás, los harás chocar con tu imaginación, como hiciste
en tus dos primeras novelas. Sabes que Ambroce
Bierce tuvo una vida casi tan alucinante como su literatura
pero a ti no te importará penetrar en la mente
de aquel viejo sádico porque no estás haciendo
subjetivismo psicologizante sino otra cosa. Sin embargo
debes inventar algo además de los datos elementales
que conoces. Entonces buscarás el pasaje de
Memorias de Pancho Villa donde Martín Luis Guzmán
narra la doble muerte del ranchero inglés Benton.
Ahí está: matarás dos veces a Bierce, ¡qué gran
hallazgo! fantástico, fuentástico, ¿quién conoce en Estados
Unidos a Martín Luis Guzmán? Nadie. Donde
dice Benton pones Bierce. Ya está.
Recordarás tu dictum: la literatura dice lo que la historia
encubre, olvida o mutila y te dirás: ¡qué cierto!.
Tu encubrirás, olvidarás y mutilarás la historia por
su propio bien. Transportarás la revolución zapatista
de los campesinos de Morelos en el sur indígena
de México a la frontera norte, a Chihuahua, donde
sólo había rancheros, donde no hubo problema de tierras
ni agravios coloniales, ni conflictos entre las haciendas
y las comunidades, ni calzón de manta, ni
mezcal, ni guaraches, allí mero pondrás esa realidad,
por tus pistolas, cómo que no. Y tomarás del libro de
Womack sobre Zapata la escena aquella de Zapata recibiendo
del consejo de ancianos de Anenecuilco, los
viejos papeles que el rey español había dado a su comunidad.
Luego recordarás que tu tema no es la tierra
colonial sino la que nos robaron los yanquis, y te
embargará el TIT, y haras que algún personaje se
acuerde y le diga al viejo “ Ah nuestro rencor y nuestra
memoria van juntos” y tu Gringo viejo dirá “los
mexicanos nos odian, somos los gringos, sus enemigos
eternos”. Sabes que Villa fue el gran aliado de
los gringos antes de que Wilson reconociera a su enemigo
Carranza, pero en tu novela Villa echará pestes
en contra de ellos. Trastocarás, siempre trastocarás,
ese es tu onceavo mandamiento. Your thing, your special
thing.
Tu Zapata se parecerá al verdadero Zapata, se llamará
Tomas Arroyo y será un arroyo fluido y parejo de
sexo, eso es lo que su nombre significa, Brook, creek,
stream, como el steady stream de tu máquina que
corre a la velocidad de 100 páginas al mes. Puedes escribir
en el avión, en el camión, en el cuarto del hotel o
donde sea. Hay un momento maravilloso donde ya no
te importa lo que salga o a donde va a ir a dar, tu eres
el tamiz de las palabras y las palabras son la realidad
y las palabras son el mundo. Pero aquí en esta novela
hay que cuidar el mensaje. Aquí si te importan los
crédulos lectores yanquis que para purgar sus culpas
la comprarán a pasto y harán colas para verla en el
cine. Como eres un caballero andante de la antioriginulidad,
harás lo de siempre: tomarás a Arroyo del
gran árbol genealógico de la imaginación literaria universal,
digamos de La Serpiente emplumada, de D.H.
Lawrence. Tu Cripriano será también opaco y enigmático,
será una máscara asiática, un hijo de la desgracia,
un bastardo del hacendado, una silenciosa fuerza
de la naturaleza, todos los símbolos telúricos en un
analfabeta que, sin embargo, pensará como tu piensas
y desdeñará el otro mundo, el mundo de los yanquis
que no disfrutan la buena cocina o las revoluciones violentas
o las mujeres sujetas o las iglesias hermosas y
rompen todas las tradiciones como si sólo en el futuro
y en la novedad hubiera cosas buenas. ¡Ah que mi general
Arroyo tan filosófico, tan paciano, tan fuentista!
Inventarás a la pareja, pero ¿para qué la inventas?
Mejor recuerdas que eres un acting book of litterary
quotations y la conviertes en una nueva Kate. La harás
maestra metodista, temerosa de Dios, le darás sentido
de la propiedad, del orden, la culpa o el deber o
te ahorrarás la demostración y simplemente dirás que
tiene todo eso. Y la darás un tour de mexicanidad, un
paseito por nuestro laberinto, ya sabes, el viejo rollo,
el gasto inútil de la fiesta, el Cristo en su jaula de vidrio,
el culto de la muerte, la iglesia policromada, el
milagro de la resurrección y al final, claro, como Cipriano
a Kate, le darás lo mero bueno, la revelación,
la transfiguración a través del sexo oscuro e insaciable
de tu general Stream. Allí chingarás a la gringuita,
cómo no. Allí la gringuita aprenderá a respetarnos
y entenderá que no somos el back yard de nadie sino
una tierra donde la única voluntad cierta es la terca
determinación de no ser nunca sino el mismo viejo, miserable
y caótico país que somos.
Habrás escrito seis horas. Te levantarás donde haya
quedado la máquina, como prescribía Hemingway. Por
ejemplo aquí: ‘'Esta no es frontera sino que es cicatriz”.
No cabe duda: un capataz invisible llamado Deber Puritano
te sigue los pasos. Sloth is sin, lo sabes, y te condolerás
de los escritores que no son profesionales como
tú que olvidas el libro en el momento de publicarlo,
que no tienes afecto especial por ninguno. No hay en
ti ese matrimonio total de la vida y la obra que hay
en la novela de Rulfo. Qué calvario el de los escritores
que trabajan muy lentamente buscando le mot juste,
ése adjetivo, aquel verbo. Tu no, tu prefieres el privilegio
de la catarata, dejar que todo fluya a través tuyo
y sobre ti con plena confianza, como Niagara Falls,
abandonarte a la abundancia de palabras porque eres
un hombre de la cultura barroca, eres como una estatua
de Bernini, eres abundante.
¿Debes lamentar no ser humilde, no tener el complejo
de Juan Diego y estar con la cabeza gacha para que
la virgencita se nos aparezca con rosas en diciembre?
No y mil veces no. No tienes complejos, siempre viviste
a cierto nivel, con determinadas relaciones y amistades
y en una serie de capitales. Alguna vez viviste
en México. Ahora no y no te aflije: Como Gogol veía
a Rusia, así ves tu a México. En México te sientes desprotegido,
extremadamente desprotegido, ¿Agua quemada?:
agua corrupta, agua contaminada, it stinks,
man; cuando vas tienes la sensación dantesca de pisar
no sólo una civilización muerta sino seca, de que
te vas a morir de sed. ¡Apocalipsis now! Ahora, que
si te preguntan si eres optimista sobre el futuro de tu
país, entonces, sí descansarás tu mentón sobre tu mano
sí y endurecerás el cerio sí y en la tensa concentración
de tus ojos entrecerrados sí, dirás sí quiero Sí.
El único elemento paródico en el texto anterior es el
cambio de la primera persona por la segunda. Fuera
de las confesiones sobre sus métodos de manipulación
literaria e histórica, todas las frases en cursiva están
tomadas textualmente de entrevistas con Fuentes, en
especial la que apareció en la Harvard Review (otoño
1986). Hubo un momento en que los entrevistadores
sintieron, como en el epígrafe de Fielding, que estaban
frente a un actor. Conversar con usted -le
dijeron- puede ser una experiencia “hipnótica”:
es casi como si el contenido se esfumara en parte y fuera
el ritmo, la forma en que usted habla, lo que importa.
Fuentes se rió, fingió -0 fingió fingir- que lo comparaban
con el mago Mandrake, se cobijó tras algunos
nombres célebres pero esfumó la respuesta: no
tenía ninguna.


Vuelta 139 27 Junio de 1988
[1] * Farrar, Straus, Giroux; 1988.